Libertad, equidad y eficiencia

Críticos diversos han denunciado las políticas del Ministerio de Sanidad sobre tabaco, alcohol y obesidad como restricciones a la libertad personal, intervencionismo estatal, celo moralista e intolerante, imperialismo sanitario, intromisión inaceptable, en fin, del poder público en la esfera privada de las personas.

¿Afectan estas políticas de salud pública a la libertad? Es cierto que incluyen prohibiciones (como fumar en el trabajo). Pero son prohibiciones no absolutas, que resuelven un conflicto entre libertades de ciudadanos con distintas preferencias (fumadores y no fumadores) sin atacar los principios de una sociedad libre: " (...) la única finalidad por la cual el poder puede ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad es evitar que perjudique a los demás". (J. S. Mill, On liberty).Que el humo perjudica a los fumadores pasivos ha sido demostrado por los más rigurosos estudios científicos. No hablemos de otros efectos externos negativos como la congestión de los sistemas sanitarios por esta primerísima causa de morbilidad y muertes evitables.

En el caso de las limitaciones a la venta de alcohol a menores tampoco hay ofensa a la libertad individual. "Cada uno es el guardián natural de su propia salud... La humanidad sale más gananciosa consintiendo a cada cual vivir a su manera que obligándole a vivir a la manera de los demás." Pero... "no hablamos de los niños ni de los jóvenes que no hayan llegado a la edad que la ley fije como la de la plena masculinidad o feminidad. Los que están todavía en una situación que exige sean cuidados por otros deben ser protegidos contra sus propios actos, tanto como contra los daños exteriores". (J. S. Mill, On liberty).Por ejemplo de la publicidad referida a sustancias adictivas, como tabaco o alcohol.

J. S. Mill también escribió que, si bien por " (...) su propio bien, físico o moral (...) porque eso fuera mejor para él, porque le haría feliz, porque, en opinión de los demás sería más acertado o más justo (...) nadie puede ser obligado justificadamente a realizar o no realizar determinados actos (...) éstas son buenas razones para discutir, razonar y persuadirle (...)". Así que los poderes públicos pueden y deben proporcionar información sobre hábitos no saludables, especialmente si pueden conducir a adicciones difícilmente reversibles, como ocurre con drogas, tabaco y alcoholismo.

Se olvida, además, que estas políticas no se agotan en la relación ciudadano-Gobierno. Hay otros actores relevantes, empresas y sus propietarios, favorecidos por el aumento del consumo de tabaco o alcohol y desfavorecidos por su descenso. Hay quien gana más dinero cuanto más fumemos o bebamos y quien se lucra con las adicciones de otros. Todos conocemos las artimañas de las compañías de tabaco (pagar a Bogart, aumentar las sustancias adictivas de los cigarrillos...). La acción del Estado reequilibra una balanza descompensada en perjuicio del consumidor, quien con información imperfecta recibe un cúmulo de estímulos favorables al consumo de estas sustancias. Además, la defensa de los intereses concretos es mucho más fácil que la de los intereses difusos de los ciudadanos. Ésta es también razón para la intervención estatal, aunque actúan ya asociaciones científicas, ciudadanas y de consumidores, algunas con un comportamiento ejemplar en estas polémicas recientes.

Hirschman habló como retórica de la reacción y la intransigencia, de la retórica de la futilidad: el mundo no tiene remedio y no vale la pena emprender acciones de Gobierno o sociales porque nada cambiaremos. Un discurso común es que estas leyes yerran en la elección de la diana, que no son remedio adecuado. Lo verdaderamente útil serían programas informativos, educativos y asistenciales. Yo replico que leyes como éstas son reglas del juego imprescindibles para resolver conflictos y proteger a los menos formados. ¿Qué impide, además, desarrollar programas asistenciales? Nada. Hay que promulgar y cumplir las primeras y poner en marcha los segundos.

Pero mi tesis va más allá. Sostengo que estas políticas no restringen la libertad, sino que la amplían. Somos más libres ahora, tras la ley del tabaco. Los no fumadores no han de soportar el humo de otros. Y los fumadores pueden fumar cuanto quieran si no perjudican a los demás con su humo. La información y los programas asistenciales facilitan a los fumadores elegir dejar de serlo. Somos más libres ante la persuasión interesada de las compañías tabaqueras. Niños y jóvenes también disponen de más información y reciben menos estímulos interesados en que fumen en el futuro. Los ciudadanos individualmente tienen más capacidad de elección y la sociedad puede dedicar los recursos que antes invertía en asistencia sanitaria a otras finalidades.

Dos observaciones más. Las políticas de salud pública sirven a la libertad, pero también a la justicia. Quienes más sufren tabaquismo, alcoholismo y obesidad son los más pobres. Niveles de renta y de educación bajos dan menos oportunidades de informarse y aprender. Segunda, también sirven estas políticas a la eficiencia económica. La prevención y la promoción de estilos de vida saludables son las inversiones más rentables en sanidad. La viabilidad de los sistemas sanitarios, comprometida por la incorporación de innovaciones tecnológicas y el envejecimiento, pasa por reducir tabaco y alcohol y fomentar alimentación saludable y actividad física.

Alos retóricos de la futilidad hay que decirles que el éxito de la ley Antitabaco es una corroboración más de la falsedad de esta retórica del pesimismo. Este progreso social está ya inscrito en la historia de nuestra salud pública como el avance más destacado de los últimos treinta años.

Ahora hay que lograr que reviertan el consumo de alcohol de los jóvenes y la obesidad de los niños. Dos objetivos que exigen tiempo y esfuerzo de todos.

Félix Lobo, economista de la salud, Presidente de la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición.