Libertad para Ai Weiwei

Todo el mundo sabe que para un artista la gran sala de turbinas de la Tate Modern londinense, antes central eléctrica, es un espacio difícil de llenar con autoridad. Su inmensidad puede empequeñecer la imaginación de cualquier artista contemporáneo, pero no la de una selecta tribu, que comprende los misterios de la escala y sabe decir algo interesante cuando además hay que expresarlo sirviéndose de un formato enorme. En su momento, la gigantesca araña de Louise Bourgeois se alzó amenazadora en esta sala y el Marsyas de Anish Kapoor, una enorme figura hueca, similar a una trompeta y hecha de un material extensible que parecía una piel desollada, se impuso a ella majestuosamente.

En octubre pasado, el destacado artista chino Ai Weiwei cubrió el suelo de esa sala con su instalación Pipas de girasol: 100 millones de diminutos objetos de porcelana, todos ellos distintos y fabricados por maestros artesanos. Pipas de girasol es una alfombra viva, inabarcable, inexplicable y, en el mejor sentido surrealista, extraña. La idea era que se caminara sobre las pipas, pero la extrañeza volvió a hacer su aparición. Se descubrió que al pisarlas desprendían un polvo finísimo que podía dañar los pulmones. Parece que esos símbolos de la vida podían ser peligrosos para los seres vivos. El montaje se acordonó y los visitantes se vieron obligados a caminar con cuidado a su alrededor.

El arte puede ser peligroso. Con frecuencia la fama artística ha sido peligrosa para el propio creador. La obra de Ai Weiwei no es polémica -como ocurre en Pipas de girasol, tiende a lo misterioso-, pero la enorme presencia pública del artista (codiseñador del estadio olímpico de Pekín, el Nido de Pájaro, y recientemente colocado por la revista Art Magazine en el puesto número 13 de su lista de los 100 personajes más influyentes del mundo del arte) le ha permitido hacer suyos casos relacionados con la defensa de los derechos humanos y llamar la atención sobre la con frecuencia deficiente reacción de China ante los desastres (el sufrimiento de los niños que fueron víctimas del terremoto de Sichuán o el de los afectados por el pavoroso incendio registrado en la calle de Jiaozhou, en Shanghái). Ya antes había puesto en evidencia a las autoridades y había sido hostigado por ellas, pero ahora estas han pasado a la ofensiva contra él.

El 4 de abril, Ai Weiwei fue detenido por las autoridades chinas cuando iba a subirse a un avión con destino Hong Kong y desde entonces está desaparecido. Su estudio fue registrado e incautados sus ordenadores y otros objetos. Desde entonces el régimen ha permitido la publicación de insinuaciones sobre sus "crímenes" -evasión de impuestos y pornografía-, increíbles para quienes le conocen. Parece que el régimen chino, irritado por la falta de pelos en la lengua de su artista más internacional, hasta ahora protegido por su renombre, ha decidido silenciarle de la forma más brutal. Ese mismo día, Wen Tao, periodista independiente y socio de Ai, fue secuestrado por individuos no identificados en una calle de Pekín, pero la policía se ha negado a decir quién es responsable de su desaparición.

Los temores que suscita la desaparición de Ai Weiwei se agravan cuando tenemos noticias de que ha empezado a "confesar". Es preciso solicitar urgentemente su liberación y la obligación de los Gobiernos del mundo libre a este respecto está clara.

Pero Ai Weiwei tampoco es el único artista chino que se encuentra en una situación penosa. Este mismo mes, al gran escritor Liao Yiwu se le ha denegado el permiso para viajar a Nueva York, donde debía asistir al festival literario PEN World Voices, y se teme que pueda ser el próximo objetivo del régimen. A Liao también se le ha pedido que firme un documento comprometiéndose a no publicar ninguna otra obra "ilegal" fuera de China (todas ellas, incluido el gran libro que conocemos con el título de The Corpse Walker, El paseante de cadáveres, llevan años prohibidas dentro de China). En Estados Unidos y Europa está a punto de aparecer una nueva recopilación de textos, God is Red, y se teme realmente que él tampoco tarde en desaparecer.

Al escritor Ye Du también le capturaron en febrero y, como Weiwei, ha desaparecido. Todavía no se conoce su paradero, no se han presentado cargos contra él y no se le ha permitido entrar en contacto ni con su familia ni con abogados.

El escritor Teng Biao es uno de los conocidos abogados expertos en derechos humanos que han desaparecido desde febrero. Liu Xianbin, también escritor, ha sido condenado este mes a 10 años de cárcel por incitación a la subversión. Acusación esta que pesa también sobre el premio Nobel de la Paz Liu Xiaobo, que sigue en prisión, cumpliendo una condena de 10 años.

Entre los escritores, artistas y activistas que han sido detenidos o que han desaparecido durante esta despiadada campaña figuran Zhu Yufu, detenido desde el 5 de marzo y oficialmente arrestado el 10 de abril; Liu Zhengqing, al que se mantiene ilegalmente incomunicado en un lugar desconocido desde el 25 de marzo (con su esposa tampoco se ha podido entrar en contacto desde esa fecha), además de Yang Tongyan (condenado a 12 años de cárcel) y Shi Tao (a 10 años).

Las vidas de los artistas son más frágiles que sus creaciones. César Augusto desterró al poeta Ovidio a un pequeño e infernal agujero del mar Negro llamado Tomis. Allí pasó el resto de sus días implorando que le dejaran volver a Roma, pero el permiso nunca llegó. La vida de Ovidio quedó así malograda, pero su poesía sobrevivió al Imperio Romano. El poeta Mandelstam fue asesinado por los verdugos soviéticos de Stalin, pero su poesía sobrevivió a la Unión Soviética. Con la vida del poeta Lorca acabaron los matones del generalísimo Franco, pero su poesía ha sobrevivido al tiránico régimen franquista.

Quizá podamos apostar a que el arte acabe imponiéndose a los tiranos. Son los artistas del mundo, sobre todo los que tienen valor suficiente para alzar la voz frente al autoritarismo, los que deben preocuparnos y aquellos por cuya seguridad debemos luchar.

No todos los escritores y artistas aspiran a tener una presencia pública, ni a todos se les da bien, pero los que sí la tienen -Harold Pinter, Susan Sontag, Günter Grass, Graham Greene o Gabriel García Márquez- se arriesgan a ser víctimas del oprobio y el escarnio, incluso en las sociedades libres. Sontag, que analizó sin cortapisas la guerra de Bosnia, despertó risitas atolondradas entre quienes decían que a veces parecía que el tema de Sarajevo le "pertenecía". Las invectivas de Pinter contra la política exterior estadounidense y el llamado "socialismo de champán" del autor fueron objeto de múltiples burlas. La enorme visibilidad de Grass como intelectual público y azote de los gobernantes alemanes hizo que algunos se alegraran de que saliera a la luz que hacía mucho tiempo el autor había ocultado su breve pertenencia a las Waffen SS, en su época de recluta en las postrimerías de la II Guerra Mundial. La amistad de García Márquez con Fidel Castro y la camaradería que en su momento mostró Greene con el dictador panameño Omar Torrijos los convirtieron en blancos políticos.

Cuando los artistas se atreven a meterse en política siempre existen riesgos para su reputación y su integridad. Pero fuera del mundo libre, donde la crítica al poder es en el mejor de los casos difícil, y en el peor prácticamente imposible -no hay Friedmans, Dowds o Krauthammers chinos-, creadores como Ai Weiwei y sus colegas suelen ser los únicos con valor suficiente para responder con la verdad a las mentiras de los tiranos. Para conocer la fealdad de la Unión Soviética, necesitamos a quienes revelaban la verdad mediante el samizdat. Hoy en día, el Gobierno chino se ha convertido en la principal amenaza para la libertad de expresión, así que necesitamos a Ai Weiwei, Liao Yiwu y Liu Xiaobo.

Salman Rushdie es novelista y ensayista británico de origen indio. © 2011, Salman Rushdie Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.

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