Libertad religiosa para infieles

Tomarte una cerveza fría en una terraza o una copa de vino en un restaurante. Comer jamón bien cortado o un mixto o un cochinillo segoviano o unos torreznos. Beber durante el día cuando es ramadán. Salir a la calle mostrando tu cabello, tus brazos. Llevar pantalones ajustados o falda corta. Amar a un hombre sin circuncidar y que no esté obligado a convertirse a la religión de tus padres para que os podáis amar. Amar sin matrimonio. Tener relaciones sexuales sin matrimonio. Escoger libremente con quién intercambiar fluidos, pasiones o afectos. Amar a una mujer. No decir “en nombre de Dios” a cada momento, olvidarte de Alá y de Mahoma. Decir en voz alta que no crees que un ángel descendiera del cielo para pedirle a un hombre analfabeto que leyera la palabra escrita de Dios. Afirmar que no hay un solo Dios y que Mahoma no fue su último profeta. Opinar libremente que cabe la posibilidad de que todo sea ficción, que el libro que tan bellamente se recita en los canales por satélite no es más que literatura que su autor nos vendió como verdad. Rechazar el texto entero por misógino, homófono, totalitario y supremacista, por establecer un código moral que prohíbe actos y comportamientos que en nada perjudican al prójimo y que no suponen más que instrumentos para reprimir y controlar a los creyentes de la gran nación islámica en todos y cada uno de los instantes de su existencia.

Libertad religiosa para infielesActos como estos suponen, en la mayor parte de los casos, una grave sanción para quienes los llevan a cabo. Ya se trate de transgresiones en el comer, el vestir o en las relaciones, ya sea una apostasía en toda regla, para los musulmanes, sobre todo para las musulmanas, sigue siendo difícil hacer uso de la propia libertad sin que ello tenga consecuencias. En los países teocráticos existen aún penas de cárcel por ser homosexual o por tener relaciones fuera del matrimonio. En muchos de ellos, incluso los que se autoproclaman abiertos y tolerantes, con un islam “relajado” completamente alejado de las propuestas más fundamentalistas, incluso en estos países siguen existiendo leyes que impiden, por ejemplo, que una mujer musulmana pueda casarse con un no musulmán. O que pueda abortar. O que pueda vivir como adulta emancipada. En Marruecos activistas como Betty Lachgar con su movimiento MALI por los derechos y las libertades individuales son un ejemplo de lo que es la lucha por conquistar una libertad siempre suspendida y aplazado por los guardianes de la moral, la tradición, la familia y el orden establecido, auténticos chantajistas de la identidad.

Al contar esta situación uno podría pensar que los musulmanes españoles cuentan con la ventaja de no tener que enfrentarse con este tipo de dificultades dado que nuestro Estado de derecho garantiza las libertades individuales y no permite que lo religioso penetre en las instituciones. Ya que tanto el libre pensamiento como las libertades religiosas forman parte de nuestro orden constitucional, parecería fácil que una musulmana pueda decidir sobre su vida sin restricción alguna. Pues bueno, en muchos casos, la situación dista mucho de ser ésta. Las ateas nacidas musulmanas, por poner un ejemplo, seguimos sin poder expresar libremente nuestras ideas. Hasta el punto de que ni siquiera parece que exista algo así como una atea surgida de este entorno. Puede que nos atrevamos a hablar cuando estamos lejos de nuestras familias, nuestros barrios, de los contextos en los que no hay otros musulmanes y casi siempre en la intimidad de las conversaciones con personas de confianza. Ocultarnos o callar es lo que hemos escogido muchas veces. Esconder la cerveza y el vino cuando nos visitaban familiares. Un esfuerzo de camuflaje para evitar el escándalo, el conflicto, el castigo o la expulsión del propio entorno. Pero a veces también nos disimulamos para no ofender, para no molestar a los creyentes. Hasta que pasados los años vamos dándonos cuenta que a base de no ofender acabamos desapareciendo, que el respeto que se nos pide hacia quienes creen en el orden divino no es para nada recíproco. Por no hablar de lo pesado que es tener que aguantar a los proselitistas que se esfuerzan en convencernos de volver al buen camino con espantosos relatos de lo que nos espera en la otra vida.

No es fácil ser atea musulmana en España pero aún así se puede. Pagando un precio personal elevado, pero se puede. Lo que podría hacer peligrar este derecho fundamental sería que aquí y no en nuestros países de origen, se fueran articulando y armando las estructuras de control de las que nos libramos por el atajo de la emigración. No me refiero con esto al fantasma esgrimido por la ultraderecha de la invasión islámica de Europa. Me refiero al hecho de que se vayan estableciendo organizaciones islámicas, más fundamentalistas o menos, más políticas o menos, que pretendan erigirse en representantes de la supuesta comunidad musulmana. Ya estamos viendo ejemplos de este fenómeno y sus resultados: el último, la enseñanza del islam en las escuelas, algo que se decidió mediante la Ley 26/1992 acordada entre el Estado y la Comisión Islámica de España. Un organismo del que los musulmanes de a pie nada supimos entonces ni nada sabemos ahora, pero que se establece como representativo sin que hasta la fecha conste censo alguno de los seguidores de Mahoma en España (lo que así tiene que ser, dado que la confesión religiosa de cada cual forma parte del ámbito privado y más nos vale no tener a la población clasificada según sus creencias), ni que sepamos en base a qué fundamentos democráticos unos señores se erigen en caudillos de un extenso número de ciudadanos que nunca fueron consultados sobre esta materia. En este sentido resulta alarmante que se conceda tanto poder desde las instancias gubernamentales a una organización religiosa. Por no hablar del hecho de que en 1992 no había en esa comisión ninguna mujer, menos aún una feminista que pudiera poner objeciones al rearme de ese poder patriarcal en democracia. Un poder patriarcal que no solo no cuenta con la resistencia u oposición por parte de quienes se tienen por progresistas sino que goza de sus favores al considerarse su inclusión un signo de diversidad, una inclusión que suspende de un plumazo tres siglos de tradición feminista.

Sabemos que en realidad las leyes aprobadas que establecen la relación del Estado con las distintas confesiones religiosas se firmaron con la intención de acercarlas en privilegios con la Iglesia católica en lo que es una anormalidad en un Estado aconfesional como el nuestro. Por no acabar de una vez con el Concordato se decidió establecer esos miniconcordatos que nada tienen que ver en volumen con las ventajas de las que goza el catolicismo. Pero no se tiene en cuenta que mientras que la población que en España nació católica está cada vez más secularizada, no ocurre lo mismo en los países musulmanes donde pensadoras como Sophie Bessis o Wasilah Tamzali nos describen muy claramente el retroceso democrático que se está viviendo bajo la influencia de la reislamización, en muchos casos una reislamización fundamentalista, uno de cuyos principales pilares discursivos es la reacción contra la igualdad entre hombres y mujeres y las libertades de estas últimas. ¿Por qué permitir que en España el islam vaya conquistando espacios de poder más allá de lo particular? ¿Por qué se traiciona a las musulmanas libres permitiendo que ahora aquí volvamos a estar bajo el influjo de teólogos e imames que podrán entrar en las aulas para contarles a los niños que todas nosotras estamos condenadas a sufrir en el fuego eterno por ser unas infieles?

Najat el Hachmi es escritora.

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