Libertad sexual y autodeterminación

EL 26 de mayo el Congreso de los Diputados aprobó la Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual. Para el Gobierno, esa ley «trata de proteger el derecho a la libertad sexual y erradicar todas las violencias sexuales, reconociendo que afectan especialmente a mujeres y niñas/os». Tengo bastantes dudas al respecto, y a la historia me remito. Poco después de reemplazar, en 1989, la expresión 'honestidad' por la de 'libertad sexual' en la rúbrica relativa a estos delitos, se constató que el ejercicio de esa libertad causaba estragos en la parte más vulnerable de la sociedad. Ahora se pretende, sin cambiar un ápice ese mismo paradigma de libertad sexual, prevenir, atender y proteger mejor a todas las mujeres, niñas y niños víctimas de violencia sexual.

La sociedad actual muestra una actitud paradójica con respecto a la libertad sexual: por una parte, ha erigido el consentimiento libre en el criterio fundamental de la moral sexual y, por otra, fomenta activamente –tanto desde la esfera privada (empresas dedicadas a la explotación del negocio sexual con cifras multimillonarias) como de la pública (gobiernos y organismos internacionales)– un clima social hipersexualizado y de gratificación del deseo, que cabría denominar como sexocracia: las series, los videoclips y muchas redes sociales estimulan y promueven la gratificación inmediata del deseo sexual. De hecho, están diseñados para que su destinatario se desinhiba por completo y, dejándose llevar por esa estimulación, experimente y sacie por completo su pulsión sexual. Lo contrario supondría reprimirse. Sería libre quien satisface la pasión, no quien la reprime.

Este ambiente social y cultural dificulta notablemente el dominio de las propias pulsiones, dejando a la intemperie a la parte más vulnerable de la sociedad (niños, adolescentes y mujeres) frente al abuso y a la violencia ejercida por quienes se muestran incapaces de contener sus impulsos, quienes son, al mismo tiempo, víctimas de una sociedad erotizada y pornificada que promueve la gratificación sexual y permite negocios que producen pingües beneficios a costa de convertir los cuerpos en mercancía de consumo, banalizando la sexualidad y cosificando al ser humano.

No resulta fácil escapar del generalizado clima hipersexual en el que se vive, máxime teniendo en cuenta la poderosa fuerza –o virulencia– de la pulsión sexual. En este clima, erigir la 'libertad' o el 'consentimiento libre' en la máxima fundamental entraña un problema evidente. Para que una conducta sea libre, no sólo se requiere capacidad de elección, sino también capacidad de contención. No es lo mismo contenerse que reprimirse. Quien no es capaz de contenerse, no puede (alardear de) actuar libremente. A nadie se le ocurre pensar que el drogadicto es libre de satisfacer o no su deseo de consumir droga. Probablemente lo fuera al principio –con sus inexorables condicionamientos–, pero no tras haber creado una adicción de la que no es fácil salir o 'liberarse'. Sólo cuando uno logra 'liberarse', esto es, adquirir la capacidad de contenerse, puede volver a elegir en condiciones de libertad. A quien ha adquirido la costumbre de comer más de la cuenta, no le resulta fácil pasar con menos. El cuerpo humano no es una máquina regida por una mente fría capaz de cambiar el curso de su movimiento con un simple clic. El ser humano no es una máquina, ni tampoco «una pasión inútil» (J. P. Sartre), siempre y cuando sea capaz de autodeterminarse. Sin autodeterminación, no puede haber autonomía de la voluntad, y sin ésta el ser humano no puede vivir conforme a su dignidad. Kant quiso dejar clara la estrecha relación entre autonomía de la voluntad y dignidad humana.

Sin embargo, la expresión 'libertad sexual', proveniente de la tradición norteamericana del siglo pasado y reivindicada en Europa tras Mayo del 68, no tiene nada que ver con la 'autodeterminación' kantiana. En efecto, la 'autodeterminación' kantiana resulta ajena a una 'libertad sexual' entendida como mera elección entre la opción de satisfacer o no la pulsión sexual. Y esto es así porque el filósofo alemán se percató de que promover la satisfacción de la pulsión sexual lleva consigo la incapacidad de contenerse y, por tanto, la incapacidad de actuar en libertad.

Vivir conforme a la dignidad que nos es propia es un aprendizaje. La educación permite salir de la minoría de edad y llegar a la madurez, a la plenitud, lo cual exige adquirir el hábito de «conducirse por sí mismo» –apuntaba Kant–, también con respecto al instinto sexual. Dejar de embridar la inclinación sexual no sólo supone quedarse en la niñez, sino degradarse como persona, rebajarse a la categoría de cosa y, en consecuencia, carecer de la autonomía de la voluntad propia de quien tiene dominio sobre sus propios actos, pese a la virulencia de las propias pasiones y a un ambiente social hipersexualizado. Una libertad sexual asilvestrada, incapaz de autodeterminarse, está abocada a la violencia. Erradicar esa violencia exige superar la visión reduccionista de la sexualidad, conocerse mejor y aprender a autodeterminarse.

Aniceto Masferrer es catedrático de Historia del Derecho en la Universidad de Valencia.

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