Libertad sin ira

Por Andrés Ollero Tassara (ABC, 19/11/05):

En mis primeros contactos, hace más de treinta años, con la vida universitaria y cultural italiana, me llamó la atención, entre tantas otras cosas, la naturalidad con que una buena parte de mis colegas dejaban constancia de su catolicismo en intervenciones públicas, orales o escritas.

En la España del franquismo la confesionalidad pesaba paradójicamente sobre no pocos católicos de mi generación. La oficialidad de aquello que se vivía por propia convicción resultaba particularmente incómoda; sobre todo por la vinculación al régimen que en consecuencia tendía a darse por supuesta, incluso en muchos que no se contaban entre sus beneficiarios. De ahí que cualquier proclama católica sonara más a sospechoso exhibicionismo que a otra cosa.

Todo ello influyó sin duda en mi positiva acogida a la fórmula grociana: apoyemos nuestra convivencia en exigencias éticas que, por ser naturales, compartiríamos también aunque razonáramos «etsi Deus non daretur», como si Dios no existiera. Qué necesidad habría de elevarse a la fe sobrenatural para argumentar exigencias éticas accesibles a la razón…

La confesionalidad acabó pasando a mejor vida, pero no siempre trajo como fruto espontáneo esa «laicidad positiva» que refrenda nuestra Constitución. En ambientes agnósticos, cualquier alusión al derecho natural se veía con frecuencia rechazada sin necesidad de debate argumental; bastaba con su simplista etiquetaje como receta teológica y su obligado correlato autoritario. Entre no pocos creyentes, la resaca confesional se veía también perpetuada al generar un curioso laicismo autoasumido; el laico católico se vedaba ejercer lo que precisamente es su papel: proponer sus propias convicciones a la hora de organizar el ámbito público, con la misma naturalidad con que los demás proponían las suyas.

Dentro de este marco, la puesta en marcha de los congresos «Católicos y vida pública» da fe del paso a un escenario bien distinto. Al llegar ahora a su séptima edición, bajo el título «Llamados a la libertad», vuelve a facilitar que intelectuales y hombres públicos, españoles y extranjeros, se presten a manifestar su condición de católicos a la vez que abordan los problemas más acuciantes de nuestra sociedad. De camino se da pie a un trabajo conjunto entre quienes viven sus convicciones dentro un sano pluralismo, que se ve no pocas veces acompañado de un mutuo desconocimiento.

La experiencia se ha mostrado notablemente oportuna, y no sólo por su admirable capacidad de convocatoria. Católicos con relevancia pública dejan claro que no están dispuestos a dejarse tratar como ciudadanos de segunda; que piensan seguir ejerciendo sus derechos ciudadanos, no a pesar de ser católicos sino precisamente por serlo; que no dejarán que se les aplique, sólo a ellos, la estrábica conseja que prohíbe imponer las propias convicciones a los demás, como si los demás no tuvieran convicciones o las impusieran con el especial desparpajo que da el no estar demasiado convencidos.

Si la laicidad positiva de nuestra Constitución se traduce en la obligación de los poderes públicos de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española, resulta decisivo que los creyentes no renuncien a aportarlas al debate democrático.

Se ha producido, pues, una significativa transición. Por eso no me extrañó que en el contexto de una multitudinaria manifestación volvieran a oírse, treinta años después, con impactante oportunidad esos sones que invitan a una libertad sin ira. En su escenario original supusieron una llamada a los sectores más rígidos de nuestra sociedad, para que no tuvieran miedo a la libertad ni se sintieran amenazados por ella, a la vez que se les hacía recapacitar sobre lo inútil de cualquier actitud reaccionaria. La invitación no resulta ahora menos necesaria, cuando no faltan núcleos radicales que manifiestan similar rigidez, quizá por saberse minoritarios aun disponiendo de los resortes del poder. Reaccionan con un recelo no exento de enojo laicista cuando, con exquisito respeto a las formas democráticas, se proponen soluciones bien distintas a las que están imponiendo con la displicente actitud de superioridad del déspota que se cree ilustrado.