Libertades frente a la barbarie

Llevamos días invocando la defensa de las libertades y derechos fundamentales frente a la barbarie terrorista envuelta en ropajes de fundamentalismo religioso; realmente nada religioso, porque «rechaza a Dios, relegándolo a mero pretexto ideológico», como ha señalado el Papa Francisco.

Sucede con la libertad lo que explicaba san Agustín que ocurría con el tiempo: sabemos qué es mientras no intentemos definirlo. En la base de la acción humana hay un nivel psicológico del «poder» de hacer algo o de decidir no hacer nada. En la conciencia de ese poder reside la experiencia concreta de la libertad, irreductible a cualquier otra, por la que el sujeto se siente dueño de su acción y por ello responsable de la misma. Eso sí, no siempre lo que se puede hacer, en sentido psicológico, se puede hacer en sentido ético. Éticamente hablando, sólo se «puede» hacer lo que se debe. Ese nivel ético-político dice que la verdadera libertad es la que se realiza hacia el bien. Por debajo de esos niveles está el nivel ontológico que se pregunta por el ser mismo de la libertad («soy libre») y el teológico («soy creado libre por amor»).

Libertades frente a la barbarieAdemás, la libertad está siempre «situada», es decir, parte del hecho de que nos hallamos en el mundo, con sus límites, condicionamientos y contradicciones. Hoy, de un mundo tan interdependiente como ambivalente; con enormes posibilidades para todo, también para la expansión del odio y de sus efectos mortíferos. La libertad no es ajena a las polaridades y conflictos que afectan a la totalidad de la vida humana; se realiza en medio de ellos, en medio del impulso hacia el bien y de la tentación al mal. Y cómo aprovecha todo lo que halla a su alcance.

Hace casi 50 años la declaración sobre la libertad religiosa del Concilio Vaticano II, Dignitatis humanae, hizo un claro reconocimiento del lugar primordial de la libertad de la conciencia individual entre los elementos centrales e indispensables de la dignidad de la persona como ser social. La libertad fundada en la dignidad siendo los titulares de derechos las personas y no la verdad. No es la aparente fuerza o debilidad de la verdad religiosa la que funda la libertad para abrazarla o no; es el valor del ser humano y, correlativamente, la eminente dignidad de toda persona, los que exigen que el asentimiento que hay que dar a la verdad religiosa sea totalmente libre.

El objeto de esta libertad, en cuanto derecho de la persona, es, ante todo, la inmunidad de coacción, en una doble dirección: a) no ser forzados a actuar, en materia religiosa, en contra del dictamen de la propia conciencia; b) no ser impedidos a hacerlo según ella. Entendida, pues, la libertad religiosa como «derecho negativo» (no ser forzados ni ser impedidos a actuar), se presenta como un presupuesto necesario para poder ejercer el derecho propiamente dicho, es decir, la posibilidad de dar culto a Dios, «según el dictamen de la propia conciencia, en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos» (DH, 3). Aquellas palabras del Concilio se hermanaban con las del artículo 18 de la Declaración Universal de Derechos Humanos: «Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia».

Los «límites debidos» son los prescritos por la ley, para proteger la seguridad, el orden, la salud o la moral públicas y los derechos y libertades fundamentales de las personas. La constricción legal debe ser la mínima necesaria para hacer posible la máxima libertad. Pero los límites no son solamente los que impone la ley positiva, sino también los que pone la ética, pues, aunque uno pueda hacer algo, a veces no debe hacerlo. Y los límites existen para toda libertad, sea de religión o de expresión. De modo que, por muy fundamentales que las libertades sean, ninguna de ellas es absoluta.

Para que haya libertad es imprescindible la aceptación de un derecho común que nos obligue a todos y una laicidad justa que produzca valores comunes y no discriminaciones. A mi juicio, una laicidad así es el mejor antídoto para no caer en una «retórica multicultural» que más o menos explícitamente apuesta por una cultura abierta indiferentemente a todo y orgullosa de carecer de referencias normativas y compartidas, paradójicamente disolviendo las identidades. Como la retórica que pone en cuestión la mismísima Semana Santa de Sevilla.

Desde luego, una cultura que solo admita verdades subjetivas «vuelve difícil que los ciudadanos deseen integrar un proyecto común más allá de los beneficios y deseos personales» ( Evangelii Gaudium, 61). Desafiar eso no significa defender el «si Dios no existe todo está permitido», ni negar el hecho de que la «expresión de la verdad puede ser multiforme» (Ib., 41). Pero sí significa que no todo vale y que los diferentes comportamientos deben respetar los valores básicos de la convivencia en diversidad, así como los derechos y libertades fundamentales que protegen la dignidad de las personas.

Para ello hace falta un tratamiento idóneo y justo del papel de las religiones por parte especialmente de los responsables políticos y de los creadores de opinión. Pero, desde luego, también los líderes religiosos y los miembros de las diversas confesiones tienen una grave responsabilidad: promover cultura de encuentro y resistencia contra dos grandes enemigos de la experiencia intercultural: racismo y fundamentalismo. Aunque el terrorismo no necesita motivos reales para matar, sí busca «factorías» de legitimación; ahí es donde el fundamentalismo, sea religioso, político o ideológico, actúa de cómplice perverso.

No lo tenemos fácil, pues desgraciadamente expandir odio es bastante sencillo. Por eso hemos de trabajar con todas nuestras fuerzas –también con las fuerzas universitarias– por favorecer el diálogo y la cooperación transparente y regular entre creyentes y no creyentes, al servicio del bien común, contribuyendo a edificar la comunidad internacional sobre la participación y no sobre la exclusión, sobre el respeto y no sobre el desprecio o el odio.

Hagamos posible que los que matan gritando «Alá es grande» se vean derrotados sin paliativos, y apoyemos a los que, condenando esa violencia que manipula el nombre de Dios, reclaman respeto a sus creencias religiosas. Como Ahmed Merabet, musulmán de religión y policía de París, acribillado por balas de terroristas yihadistas en acto de servicio. Es el momento de apostar por una «cultura del encuentro».

Julio L. Martínez, rector de la Universidad Pontificia Comillas ICAI-ICADE.

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