Libertades, identidad y «estatut»

Por Valentí Puig (ABC, 01/10/05):

AL Estatuto algo elefantino y florido que sale del parlamento autonómico de Cataluña le pueden ir bien unas sesiones de podado y liposucción en el Congreso de Diputados. Al fin y al cabo, si se nos recuerda a cada instante que no hay que sacralizar la Constitución, tampoco tiene por qué ser intocable esta proposición de ley orgánica de reforma del Estatuto de autonomía de Cataluña que pronto entrará a trámite en las Cortes y luego será sometida a referéndum. En la intención redactora de este nuevo «Estatut», el lenguaje pasa implacablemente del autonomismo al soberanismo. En paralelo se procede a la construcción virtual de un entusiasmo: ayer, después del voto afirmativo, la gran mayoría política y mediática se manifestaba como si ya existiese un nuevo Estatuto y fuese insignificante el proceso que le espera. De hecho, se divisa un proceso sustancial. El presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero, sabe bien que tiene entre manos un Estatuto que deliberadamente rebasa no pocas veces el larguero de la constitucionalidad. Veremos hasta qué punto le importa.

Hace años, Pasqual Maragall abogó por una mayoría de socialistas y nacionalistas moderados -quién sabe si se refería a ERC- en el Parlamento español «conduciendo una evolución constitucional y estatutaria sin pausa hacia el cumplimiento del proyecto catalán y el de todos y cada uno de los pueblos de España, empezando por el pueblo vasco: todo lo demás son quimeras en dirección contraria al sentido de la historia». Después de un siglo XX que ha significado el descrédito total de los determinismos, Maragall cree todavía en «el sentido de la historia». Es un sentido unívoco, no exactamente secesionista, porque Maragall es un regeneracionista, pero muy aficionado a los experimentos políticos. El tripartito catalán fue uno de esos experimentos, impuesto por el deber de sobrevivir. El Estatuto es otro.

Con distinto poso político y otra educación sentimental, Rodríguez Zapatero tuvo también la conveniente visión de un experimento: una holgada reforma del Estatuto catalán le iba a permitir ser quien zanjase la cuestión del País Vasco. Aseguró que aceptaría todo, tal cual, lo que le llegase de Cataluña. Había tenido una premonición de su futuro cuando se asomó al balcón de la Generalitat el día en que el tripartito concelebró su pacto de gobierno. Incluso compartir poder con ERC le resultaba una carga leve porque la misión futura iba ser mucho más provechosa. Maragall y Zapatero se situaban en el sentido de la historia, o dicho en términos indeterministas, con el viento en popa. Lo llamaron constitucionalismo evolutivo. Maragall escribía en su «Carta abierta a José Luís Rodríguez Zapatero»: «El nuevo federalismo, o como le llamamos tú y yo, la España plural, está a punto». Con estos precedentes, es comprensible que desde entonces algunos recelen de la expresión «España plural».

Contra el PP, Maragall argumentaba que al catalanismo -incluso al catalanismo de derechas- le conviene más la visión que de España tiene la izquierda. Lo que ocurre es que a estas alturas catalanismo y Cataluña no tienen por qué ser lo mismo, como se ha visto en el debate estatutario, ensimismado en parcelaciones y contraprestaciones partidistas, desatento a la realidad de una opinión pública ajena en porcentajes muy elevados a la idea de un cambio estatutario. Es más, por parte de la izquierda del tripartito, el determinismo y la dirección unívoca prevalecían en todo momento sobre el valor de la elección individual. En el caso de los apartados estatutarios dedicados a la enseñanza, es constatable que pesaban mucho más los derechos de la nación catalana que el derecho de los padres a elegir libremente qué educación quieren para sus hijos. A última hora eso se solventó de forma ambiguamente salomónica, pero es significativo que el catalanismo «laico» de Maragall -eso sí, aliado al secesionismo republicano y al eco-comunismo- diera por sentado algo que le hubiese echado en cara al nacionalismo esencialista: más identidad, menos libertad. El catalanismo, que según algunos historiadores fue históricamente un factor para la modernización de España, hoy pretende modelarse según una norma estatutaria de carácter marcadamente intervencionista. En el momento en que la Unión Europea no sabe cómo desregularse, el nuevo Estatuto sería un elemento de inflexibilización reguladora. Al final, parecen contar más los derechos de la nación germinal que los derechos del individuo.

Ayer, en un discurso notablemente confuso, el presidente de la Generalitat reiteró su tesis de que al hacerse real la España plural Cataluña ya no será un mero espectador, y jugará fuerte la carta de España: no de otra manera llegará la pacificación del País Vasco. Si esas eran las intenciones, tengamos en cuenta que el infierno está empedrado de buenas intenciones, como la mala literatura. Puede recordarse que, para torpedear a un PP que iba a ganar las elecciones generales, Maragall pidió un Estatuto que ahora va a sacarle los colores a un Rodríguez Zapatero que, con el apoyo parlamentario de ERC e IU, llegó al poder después del 11-M. También pone en situación de incomodidad todo un sistema de convivencia avalado por lo que significaron la transición democrática y la Carta Magna de 1978. La dislocación se sustancia ya en el artículo primero de la propuesta estatutaria: define Cataluña como «nación». Gaziel dijo de la historiografía nacionalista de Cataluña que más que una historia estricta es la historia del «Sueño de Cataluña», el sueño que inevitablemente se invoca en el calenturiento preámbulo del nuevo Estatuto, si nadie lo remedia. Es curioso que, cuando más intrincada era la negociación entre el tripartito y CiU, lo que más preocupaba a Pasqual Maragall era la entidad literaria del preámbulo. De eso sabe algo Giscard.

Previamente al desatasco de la negociación respecto a enseñanza y financiación, CiU y Maragall se aproximaron al cuajar un pacto que ayer parecía escondido en un cajón secreto del secreter familiar: Maragall se compromete a no convocar elecciones anticipadas tras la aprobación el Estatuto en las Cortes o hasta que los partidos catalanes votantes del cambio estatutario pacten, si acaso, la retirada de tal Estatuto. Ese «quid pro quo» electoral ha sido poco aireado, pese a que encarna la gran carga de desconfianza que existe bajo las palmeras del oasis político catalán. Puestos a buen resguardo los intereses partidistas, sometidos transitoriamente los instintos electorales, el Estatuto avanzó entre enmiendas, fundando naciones y matizando libertades. Fue un momento histórico, sí, pero porque también el ilusionismo tiene historia.