Libia: los desafíos de una victoria

La intervención francobritánica en Libia ha estado a punto de reavivar contra Occidente un tercermundismo islamo-izquierdista impulsado por Irán, Siria y Yemen, y patrocinado indirectamente por China y Rusia. Era lo que temían Barack Obama y Angela Merkel. El riesgo ha sido conjurado, pero las dificultades de las revoluciones árabes no han eliminado esa eventualidad.

En todo caso, quiero reafirmar aquí que, en mi opinión, no hay nada más importante que esta operación en la cual se han conjugado el heroísmo de las fuerzas rebeldes y la habilidad estratégica de las de la OTAN. Es un éxito tranquilizador, pues se han ganado varias apuestas altamente preocupantes. Primero, la de evitar un "estancamiento" ya descrito por varios generales franceses y norteamericanos. A continuación, la de ver a la ciudadanía árabe manifestarse contra una intervención franco-británica que habría podido recordar la deplorable expedición de Suez al lado de Israel, en 1956.

La última apuesta, finalmente, era evitar que un fracaso relativo o una solución de compromiso con el dictador libio aumentaran las dificultades experimentadas por los tunecinos y los egipcios en su revolución y frenaran esa fiebre justiciera que derriba a los tiranos, uno tras otro. Ninguno de estos tres éxitos es desdeñable. Nicolas Sarkozy no es ajeno a ellos y hay que dejar constancia del civismo que ha demostrado Martine Aubry al reconocerlo. Ya puestos, ¿hay que hacer justicia a Bernard-Henri Lévy? Por mi parte, solo le he reprochado una cosa: la imprudente publicidad que ha dado a su papel en este justo combate, aun a riesgo de comprometerlo. ¡Qué placer tan completo me hubiera producido descubrir, pero solamente después del éxito, el decisivo papel que ha desempeñado en este asunto!

Coincide que estuve en Túnez la noche en que todo se precipitó para los vecinos libios. Nada de lo que pasa en ninguno de estos dos países es indiferente al otro. No en vano, estuvieron a punto de unirse en tiempos de Bourguiba (1973-1974). La victoria de los libios es una fiesta común. A los tunecinos les enorgullece escuchar que ellos anticiparon y, tal vez, provocaron el acontecimiento. Además, recuerdan que ellos no necesitaron de un ejército extranjero para expulsar al déspota. Fue el jefe de sus propias fuerzas armadas, el general Rachid Ammar quien, al negarse a disparar contra su pueblo, se convirtió en el héroe de la victoria. Lo mismo que en Egipto, por otra parte.

En Libia, por el contrario, un tirano a la vez esperpéntico y caligulesco amenazó con exterminar a los rebeldes de Bengasi. No olvidaremos que, sin la aviación occidental, esa masacre ha-bría tenido lugar. Finalmente, por supuesto, los tunecinos prefieren enviar a sus obreros a trabajar en el vecino rico antes que tener que recibir a decenas de miles de exiliados sin recursos.

¿Cuáles son por ahora las diferencias entre Túnez y Trípoli? La primera que salta a la vista de mis amigos más atentos es que en Túnez las mujeres se dejan ver, mientras que en Libia, se ocultan. En el primer país, nada se hace sin ellas y, en el segundo, nada se hace con ellas. El ideal democrático ha quedado afirmado en las resoluciones iniciales de las dos revoluciones, pero, en Libia, de manera restrictiva para las mujeres.

La segunda diferencia es que si bien los islamistas (Hermanos Musulmanes o salafistas) están muy presentes en los dos países, en Trípoli no suscitan la reprobación que buena parte de los tunecinos les reservan. La situación, en todo caso, es mucho más peligrosa en Libia que en Túnez o Egipto. Allí todo el mundo tiene armas y algunos están decididos a utilizarlas para solventar conflictos étnicos, regionales o tribales. Sin embargo, hay que matizar esta afirmación en función de la constatación de las delegaciones extranjeras de la determinación y la competencia de los responsables del Consejo Nacional de Transición (CNT).

Volvamos ahora a los debates que precedieron a la intervención francesa. La cuestión era saber si esta era desinteresada o si, con el pretexto de salvar a los insurgentes de Bengasi, se pretendía seducir a los futuros electores y servir a unos intereses más egoístas, concretamente petroleros. Sea donde sea, ¿intervenir no es dar muestras de esa arrogancia occidental que siempre ha intentado imponer la democracia mediante la guerra en los países colonizados o, recientemente, en Afganistán y en Irak? Así lo creen los argelinos, y no son los únicos.

Por mi parte, nunca he considerado que los argumentos de los defensores de estas tesis fueran indiferentes. Partidario del "deber de asistencia", siempre he rechazado el pretendido "deber de injerencia". Violar la soberanía de un país, aunque este se conduzca mal, es hacer correr un riesgo enorme a la comunidad internacional. A lo que hay que apresurarse a responder que, efectivamente, los libios pidieron ayuda a las potencias extranjeras. Y, lamentablemente, solo obtuvieron una ayuda timorata y distante de algunos países árabes. Por otra parte, nunca se recalcará bastante que, para impulsar el renacimiento -desde un pasado lejano- de la democracia en los países árabes, hay una generación nueva que, sin renegar del islam, reivindica una concepción occidental de la libertad. En este caso, se puede decir que esos musulmanes reciben la ayuda de Occidente en nombre de valores occidentales.

Por el momento, el habitual eslogan movilizador contra el imperialismo norteamericano o la "entidad sionista" (Israel) no ha encontrado una audiencia popular. El lunes pasado, los extremistas egipcios, que esperaban un millón de contestatarios contra "los crímenes de Israel", solo pudieron reunir a un millar de manifestantes. Lo que no significa de ningún modo que el conflicto con Israel no complique las relaciones entre el Ejército egipcio y sus grandes protectores norteamericanos.

Sin embargo, cada país árabe, y especialmente cada país árabe magrebí, tiene su propia historia, sus tradiciones y sus singularidades. Y sería un terrible error considerar que la operación libia podría servir de referencia, de precedente o ejemplo, y que sería posible ganar en cualquier otro país las apuestas que la suerte nos ha impedido perder en Libia.

Por Jean Daniel, fundador y editorialista de Le Nouvel Observateur. Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

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