Libre-mente

¿No lo notáis? Vivimos sin parar, desengañados, desorientados, preocupados. El miedo nos domina y hemos estado a punto de tirar la toalla y regresar al tiempo de las banderas y los magos. Pero no nos conformamos, y aunque no sabemos muy bien adónde vamos, sí sabemos que podemos llegar muy lejos si el camino lo elige el cerebro y la cultura.

Sobre todo la “corteza prefrontal” una zona plagada de detectores neuronales y redes que conforman nuestra libertad y, con ella, la facultad de perfeccionarnos. Allí descansa nuestra alma diferenciadora, nuestra humana conditio. Allí se fabrican nuestros pensamientos y decisiones y se realizan las acciones con objetivos (Joaquín M. Fuster). Allí escogemos los medios y los fines para ser humanos cada uno a nuestro modo.

Así es la persona y ahora lo sabemos. La libertad no cae del cielo, no es un valor absoluto, ni una ideología, ni una promesa eternamente diferida. Mi libertad soy yo. La liberty es un proceso fisiológico en el que cientos de millones de neuronas conectadas y culturalmente alimentadas producen las decisiones, elecciones, equivocaciones y rectificaciones. ¿Quién puede negarlo? Es la libertad la que habla, grita y aplaude, y esta libertad psíquica que nos define es contingente, variable, muy previsible y tiene grados.

Libre-menteNuestro libre albedrío depende de que dispongamos de la salud suficiente para gobernarnos a nosotros mismos, para controlar el sistema límbico, la parte más animal de nuestro cerebro, situada justo debajo de nuestra corteza, que toma las decisiones emocionales, instintivas, que no decide, sólo actúa, que no escucha ni respeta nada, pero condiciona nuestra percepción de los hechos hasta anular nuestra libertad si no oponemos resistencias.

Además, las neuronas para funcionar necesitan que estemos juntos, conectados. Necesitan estar en sociedad para alimentarse de los impulsos exteriores e interiores, presentes y pasados, que recibimos de la familia, la educación, los medios... Un conjunto de conocimientos necesariamente plurales, en ocasiones muy tóxicos y a veces imperceptibles a la vista y al tacto, pero indispensables, insustituibles. Un conjunto de informaciones que se acumulan, diluyen y consolidan en nuestro interior y a partir de las cuales pensamos. No hay nada equiparable, pero cuidado, porque lo que percibamos, lo que atraviesa nuestra piel y se incrusta en nuestras neuronas, sin poder remediarlo, ni impedirlo, sin quererlo, conquista la mente, dirige nuestras decisiones y determinará nuestras vidas.

Y ahí está el problema, porque ahora la convivencia está en las redes sociales y las apariencias no engañan: en las redes el que miente triunfa, esta es la realidad. Cuando nos conectamos nos realizamos, incluso sentimos el mundo en nuestras manos, pero también nos desnudamos y nos hacemos más vulnerables, más previsibles, más manipulables.

Entonces, mucho cuidado con los chismes y rumores y con las informaciones falsas, porque, como hemos visto, destilan rabia y son el instrumento de los fabricantes de fake news para conquistarnos a través de nuestro “cerebro reptil”, la parte límbica que nos somete a las más fuertes ataduras. ¿Quién combate contra quién?

Claro que navegar por las redes es necesario y divertido porque te pierdes y te encuentras. El problema es que nuestras estructuras políticas, con sus policías y tribunales, con sus agencias de protección de datos, no pueden hacer casi nada para protegernos. No nos engañemos, el viejo Estado se está quedando pequeño para defender nuestros derechos en la Red. Somos un juguete en manos de los teléfonos espía, los altavoces y aspiradoras inteligentes y los modernos algoritmos que ocupan nuestra mente sin necesidad de tocar nuestro cuerpo.

Estamos al descubierto y no hay nadie a quien llamar para que nos ayude. De manera que no tenemos más remedio que aprender a cuidarnos nosotros mismos. Claro que tenemos que vivir conectados, pero hay que hacerlo de otra forma. De vez en cuando hay que conectarse de manera imprevisible y poner entre paréntesis las noticias recibidas, las lecciones escuchadas, los consejos pedidos y contar hasta tres antes de seguirlos. Los tuits y los rumores nos entretienen, pero no podemos tomarlos en serio ni hacerles mucho caso. No debemos creer en lo que dicen sin antes mirar a todos lados para no caer en la tentación.

Pero no termina ahí la cosa. Al parecer —nos dijo hace poco el científico Rafael Yuste, ideólogo del Proyecto Brain, en una singular conferencia—, la bioingeniería junto con la inteligencia artificial descubrirán el funcionamiento del cerebro y descifrarán las bases físicas de la libertad. Nos alertó de que dentro de unas décadas se podrán “manipular los pensamientos, dirigir los sentimientos, alterar los recuerdos o falsear las emociones”. ¿Qué os parece? En unas décadas podrán mapear y controlar mis patrones neuronales como lo hacemos ya con el ADN. Y entonces lo celebraremos como es debido, porque podremos curar enfermedades mentales terribles y eliminar el dolor, incluso prever los comportamientos delictivos y disolverlos. Pero la ciencia no tiene voluntad, nos hace mejores, pero también nos deja sin defensas frente a las intrusiones maliciosas que podrán programar y hackear el funcionamiento de nuestro cerebro.

¿Y qué podemos hacer? Lo único seguro es que las antiguas melodías ya no sirven. No tenemos más remedio que fijar nuevas reglas, nuevos derechos (freedom right) que protejan nuestra alma diferenciadora, la integridad psíquica de nuestra corteza, la incolumidad del funcionamiento fisiológico de la libertad.

Pero para obstruir la puerta del infierno y dejar abierta la del paraíso los derechos fundamentales no sirven de nada si no disponen de garantías, de instrumentos jurídicos y estructuras políticas eficaces para controlar, limitar y democratizar la fabricación y el uso de los descubrimientos científicos que lo están cambiando todo. Y este es nuestro gran problema, porque mientras los mercados y los imperios, visibles e invisibles, son globales, nuestras estructuras políticas de garantía son locales, y los enemigos, inmunes a ellas.

Entonces, ¿cómo podemos protegernos? La política es la única salida. La democracia es un sistema que se adapta a las situaciones y para defender nuestro libre albedrío necesitamos fortalecer sus estructuras, reforzar el Estado democrático con un “contrato social” más global, más europeo. Nunca Europa ha sido tan necesaria para garantizar los derechos, y este es nuestro desafío, inmenso, pero también inevitable y urgente si queremos seguir siendo lo que somos: libre-mente.

Antonio Rovira es catedrático de Derecho Constitucional, director del máster en Gobernanza y Derechos Humanos (Cátedra Jesús de Polanco. UAM / Fundación Santillana).

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