Libros como espejos

Acabo de leer el interesante libro de Pedro Calvo-Sotelo, uno de los ocho hijos de quien fue presidente de España en un período muy dramático de la transición, Leopoldo Calvo-Sotelo. Siempre me ha intrigado la figura de este político nada convencional, que en realidad era ingeniero de Caminos, una profesión que alienta muchas veces vocaciones humanistas. También fue ingeniero de Caminos, en ejercicio y en la docencia, mi querido y llorado amigo José Antonio Fernández Ordóñez, con quien compartí en diferentes circunstancias la conmemoración de una de las más brillantes páginas de Ortega y Gasset, su celebrada «Meditación sobre la técnica».

Leopoldo Calvo-Sotelo fue, asimismo, un orteguiano convencido, que leía y releía al maestro, implicándose durante años, tras su paso fugaz por la Presidencia española (durante dos años, antes de la aplastante victoria socialista), en la presidencia de la Fundación Ortega, entre los años 92 y 97. Leopoldo Calvo-Sotelo dejó un amplio lugar —en su impresionante biblioteca de casi 11.000 volúmenes— a este «maestro en el erial», como lo denominó Gregorio Morán en una polémica biografía.

El libro de su hijo Pedro Calvo-Sotelo, Leopoldo Calvo Sotelo. Un retrato intelectual (Fundación Ortega-Marañón, Madrid, 2010), es una recolección que se despliega desde una perspectiva insólita, la visita a esa biblioteca extraordinaria: cientos de libros envolviendo la figura de un intelectual inquieto, un hombre extraordinariamente culto, con una curiosidad insaciable.

Produce estupor su inclinación por temas áridos, complejos. Una de sus pasiones era el acercamiento a la Teoría de la Relatividad de Einstein, de la que poseía un conocimiento cabal. En la biblioteca abundan testimonios librescos de sus aficiones en el campo científico, especialmente la física, las matemáticas y la biología. También los hay de su inclinación hacia la filosofía: libros de los clásicos de su primera formación neo-escolástica, o de Xavier Zubiri, que frecuentó en cursos suyos durante los años 40. Ese interés desbordó por entero los maestros de su generación. Aparecen también los grandes maîtres à penserde los años sesenta y setenta parisinos, los Foucault, Deleuze, Derrida, también los jóvenes —o no tan jóvenes— pertenecientes a una nueva generación aquí en España.

La curiosidad y la pasión intelectual iban a la par: junto a la filosofía, la teología, en donde hallaba argumentos para sus creencias cristianas: libros de los principales teólogos y exégetas bíblicos. Se trata, en el caso del retrato intelectual que en este libro se traza, de una mente abierta, receptiva, de orientación enciclopédica.

No he podido dejar de sentir, al irme acercando, en la lectura de este libro, al que llegó a ser por dos años presidente de la Nación (a través de ese indirecto modo de aproximarse, su biblioteca, espejo de su alma), una profunda añoranza y nostalgia. Veo en nuestro presente una degradación penosa de aquellos personajes políticos, de sus ilusiones y aspiraciones.

No envidio, desde luego, las turbulencias de lo que entonces era una joven democracia. Pero sí lamento que no existan hombres comparables a aquéllos que supieron atravesar con buen pulso este trecho de nuestra historia.

Calvo-Sotelo aparece en este libro como un personaje observador, contemplativo, más intelectual que hombre de acción, más pensador que político. Terminó siéndolo, aunque después de convertirse en cesante sintió como si su mente se hubiese desertizado; como si de pronto se hubiese convertido en esa terrible figura que T. S. Eliot llama «hombres huecos». Durante años tuvo que sustituir sus amadas lecturas por el Boletín Oficial del Estado.

Algo me ha sorprendido de forma extraordinaria en el retrato intelectual que Pedro, hijo de Calvo-Sotelo, traza de su padre, y que se corresponde con una importante presencia libresca en la biblioteca. Señala que la visión de la historia de España desde finales del siglo XIX hasta la guerra civil se produjo, en el caso de su padre, «en clave catalana». A través de la periferia hallaba, posiblemente, el distanciamiento necesario para comprender nuestra historia.

El maestro y guía que le orientó en esa aventura de comprensión del laberinto español de ese período —a través de una perspectiva «excéntrica»— fue un gran estudioso andaluz, Jesús Pavón, autor de una obra monumental en tres tomos, escritos sucesivamente entre los años 1952 y 1969: su impresionante trabajo historiográfico titulado «Cambó».

La figura del gran político catalán, que fue también gran empresario y coleccionista de arte, queda enmarcada, en breves estampas, viñetas de historia encadenada, a través de toda la compleja tela de araña de la vida política de ese largo período.

Allí desfilan las grandes figuras de la época, Cánovas, Sagasta, Maura, Canalejas, Dato, Prat de la Riba, Alejandro Lerroux, Ferrer Guardia, Primo de Rivera, Alfonso XIII, José Calvo-Sotelo (tío de Leopoldo), Largo Cabellero, Indalecio Prieto, Durán i Ventosa, Francesc Maciá, Lluis Companys, Manuel Azaña, Martínez Barrios, la picaresca de Strauss y Pearle, padres del «estraperlo»: todos ellos siempre en torno a la figura del biografiado, el gran Francesc Cambó.

Durante la muerte de Franco y las primeras semanas siguientes me hallaba embebido en la lectura de ese libro extraordinario en tres tomos, que leí y volví a leer, tomando notas, como es costumbre mía, en cuadernos. No era casual esa inmersión en el gran libro de Pavón. Me iluminaba a la vez sobre el entorno catalán y su trama histórica reciente, y sobre el marco español en que Cataluña vive.

Ese libro me guió, de mucho mejor modo que otros textos que entonces leía y releía, en el conocimiento de Cataluña y de España. Me llevó también a visitar la hemeroteca de la Casa del Ardiaca, en Barcelona, donde quise tener una comprensión diaria de esos años que abocaron a la más terrible de las guerras, la más incivil, la más cruel.

No terminan en este libro de Jesús Pavón las coincidencias que descubro entre Leopoldo Calvo-Sotelo y mi propia formación, a pesar de la distancia temporal entre su generación y la mía.

Ambos fuimos también admiradores del gran historiador Vicente Cacho Víu, uno de los más grandes historiadores de la España contemporánea. Tuve el privilegio de tenerle de profesor durante un año. Fue el gran estudioso de la Institución Libre de Enseñanza (en cuyo Instituto Escuela dio sus primeros pasos Leopoldo Calvo-Sotelo). Fue también un valiente intérprete del carácter modernizador, según sus palabras, del nacionalismo catalán impulsado por Prat de la Riva y Cambó.

Por desgracia, ese impulso modernizador no tuvo continuidad en tiempos de la democracia. Hoy estamos en las puertas de una cita en las urnas en la Autonomía catalana. La evocación de la gran figura de Cambó me llena también de nostalgia.

Mucho aprendí de ese excelente investigador y maestro, Vicente Cacho Víu, que nos dejó hace unos años, y cuya memoria viva me ha sido removida por la lectura de esta incursión, guiada por el hijo del que fue presidente de Gobierno, al interior de su abundante biblioteca.

Esos libros reflejan el espíritu de su usuario. Libros como espejos del alma.

Eugenio Trías, catedrático de Filosofía de la Universidad de Navarra.