¿Liderazgo árabe?

Egipto se siente más indeciso y desorientado sobre qué hacer tras la caída de Mubarak que el resto de los países árabes. Libia, Túnez e Iraq, como también Yemen, parecen encontrar más fácilmente la senda que Egipto. La razón es que Egipto se halla más habituado que el resto de países árabes a desempeñar el papel de líder. Sucede, sin embargo, que en esta ocasión hacer el papel de líder excede sus posibilidades económicas.

La primera fase del liderazgo egipcio tuvo lugar en 1952, antes de que Naser derrocara a la monarquía y enviara al rey Faruq al exilio en Montecarlo. Se trató de un golpe de Estado moderado que sólo acarreó una víctima, la de un soldado muerto accidentalmente en el curso de la operación armada de los Oficiales Libres. En las proclamas revolucionarias del momento no se aprecia mención alguna de Palestina ni de la unidad árabe, las dos cuestiones que parecieron interesar hondamente a Naser durante el resto de su vida. De hecho, dedicó sus afanes a luchar contra la corrupción y el acaparamiento de la tierra por parte de la monarquía. Naser redistribuyó la tierra y otorgó sus derechos a los campesinos. Sin embargo, se demostró que corregir el rumbo del país se hallaba más allá de su alcance.

La segunda fase del liderazgo egipcio consistió en la iniciativa egipcia de instar a los países a forjar un bloque opuesto al dominio israelí. Los egipcios no eligieron lanzarse a este terreno pero les impulsó a ello el joven y reciente Estado israelí, que temía el carisma natural que ejercía Naser sobre las masas árabes. Fue Israel el que se negó a aceptar a Egipto como líder de los árabes y no a la inversa. Israel observaba alarmado el auge de popularidad de Naser pues tal atractivo era un auténtico imán en relación con el resto del mundo árabe, airado por la corrompida naturaleza de sus gobernantes.

A ojos de Israel, un país árabe "limpio" tenía más posibilidades de enfrentársele en el campo de batalla que uno corrupto y la iniciativa de Naser de liberar a Egipto de la corrupción contaba con la aceptación y el elogio de las masas árabes, que detestaban a sus propios líderes corruptos. En realidad, habría cabido imaginar perfectamente a un Naser enfrentado a cualquier líder árabe en unas elecciones abiertas, y habría vencido, pero Naser estaba mucho más interesado en lograr la unidad de propósito que en unificar a los árabes bajo una sola bandera. Unificar a los árabes bajo una sola bandera significaba referirse a un país que se extendiera desde el océano Atlántico al golfo de Arabia y controlara el 80% de las reservas mundiales de petróleo.

A los israelíes les resultaba fácil desacreditar a Naser por considerarlo una figura antioccidental de modo militante. La postura de Naser dio pie a la guerra de Suez en que Gran Bretaña, Francia e Israel atacaron militarmente a Egipto y le habrían derrotado si no hubiera aparecido un tercer bloque de países que actuó de contrapeso entre Oriente y Occidente.

Sin embargo, la práctica derrota de Suez contribuyó a aumentar el grado de popularidad de Naser entre las masas árabes. Cuando acabaron las hostilidades y en los años subsiguientes, Naser se alzó en calidad de principal estadista árabe de su época. Y no sólo eso, sino que su relieve y prestigio le permitían hablar directamente al pueblo pasando por encima de sus gobernantes. Su retrato era visible por doquier, desde las tiendas del norte de África a los elegantes palacios del Golfo; no obstante, nuevamente Egipto no pudo desarrollar su potencial.

Con el paso del tiempo, el pueblo egipcio se cansó de apelar al pueblo árabe pasando por encima de sus gobernantes. Además, a Egipto le resultaba difícil igualar el nivel económico de Arabia Saudí, Jordania, Siria e Iraq. Egipto comenzó a dar muestras de agotamiento y el liderazgo de Naser empezó a cuartearse.

Naser siguió siendo popular, pero ya no alcanzaría nunca los niveles de que gozó tras la guerra de Suez. Hubo de contentarse con impulsar la mencionada unidad de propósito en lugar de una unidad real. Seguía siendo un dictador con sonrisa, dotado de notable atractivo, pero los árabes ya no tenían motivos para seguirle porque era evidente que las diferencias entre los países árabes superaban a las similitudes.

La tercera fase del liderazgo egipcio encontró su fin en Iraq. Tanto Gran Bretaña como la URSS se oponían a sus planes de incorporar a Iraq a la República Arabe Unida (RAU), el nuevo país que Naser había creado para satisfacer sus aspiraciones. Y tanto Gran Bretaña como la URSS consideraban que Naser constituía una amenaza para sus intereses, de forma que actuaron juntos para detener sus planes expansionistas. Estados Unidos, que veía las cosas en término de blanco y negro, juzgaba que era una amenaza para los intereses occidentales e invirtió grandes sumas de dinero en intentar derrocarlo. Finalmente, la ardua tarea del estadista (16 horas al día) se cobró su precio. Fumaba cuatro paquetes de cigarrillos diarios y padecía arteriosclerosis e hipertensión arterial. En 1967 -fiado de sus propias fuerzas- desafió a Israel. Resulto que Naser disponía de un ejército más bien de fachada que combativo, que fue derrotado por los israelíes en 48 horas.

Naser fue sustituido por Sadat, abiertamente prooccidental, aunque una actitud conciliatoria hacia Israel y una visita en son de paz a Jerusalén no fueron suficientes para aplacar al Estado sionista. Israel se dedicó a humillar a Naser y a los árabes, cosa por otra parte fácil de hacer. Así las cosas, el puesto de líder de los árabes quedó por así decir vacante pues nadie lo quería. En 1970, Naser murió y dejó al país en manos del inepto Sadat. Showman más que estadista, Sadat se dedicó a hacer gestos para agradar a Occidente. Pero lo único que le valió tal actitud fue un ametrallamiento a cargo de musulmanes integristas. Tras el episodio, Egipto quedó flotando en una órbita prooccidental con quien nadie podía rivalizar.

Cuando Naser falleció a finales de 1970, resultó ser tan pobre como cuando tomó el poder y, desde luego, no dejó un legado digno de perpetuarse en el sentido de haber puesto orden en la desordenada casa árabe. La corrupción se hallaba más extendida que nunca y había infligido una honda herida en el cuerpo de la nación árabe.

Cuando se repara en el nuevo liderazgo del mundo árabe, viene Egipto a la mente de forma instantánea. Al fin y al cabo, es con diferencia el país más poblado de todos. Sin embargo, hasta el conserje de hotel sabe perfectamente que Egipto no puede permitirse nuevamente hacer gala de una actitud antioccidental. En caso de abierto enfrentamiento, el pueblo egipcio se alinearía probablemente junto a Occidente, porque es donde está el dinero, justo lo que necesita. En consecuencia, una solución de esta naturaleza entendida como solución a la primavera árabe debería descartarse inmediatamente. Egipto no se lo puede permitir, sencillamente. Y no se trata sólo de eso. Los países árabes de menor tamaño han empezado a pensar por sí mismos y tienen sus propias ideas sobre quién debería liderar el mundo árabe. En los primeros puestos se sitúa Qatar que, con una población que no alcanza el millón de habitantes, controla los mensajes propagandísticos que proceden de Oriente Medio mediante el soborno a todos sus amigos y vecinos. Han pasado y pueden pasar cosas raras, y no deja de ser una posibilidad un Oriente Medio liderado por Qatar, aunque se trata de una posibilidad remota. Qatar, en pocas palabras, no dispone de gente suficiente para gobernar Oriente Medio. Qatar necesitaría nada menos que medio millón de funcionarios y empleados administrativos para imponer su política tribal al resto de los árabes. Por tanto, aunque personalmente aborrezco presentar sugerencias relativas a las consecuencias de las turbulencias actuales en Oriente Medio, debe eliminarse la posibilidad de que Egipto recupere su antigua posición en la zona. Tal vez ello sea motivo de alegría. En cualquier caso, será menester un gran acuerdo en materia de liderazgo en la región para proponer a Egipto o a cualquier otro actor en escena como líder de una renovada fuerza y energía árabe.

Por Said K. Aburish, escritor y biógrafo de Sadam Husein, autor de Nasser, el último árabe.

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