Liderazgo y democracia

Tal vez distraídos por las sucesivas crisis económicas sufridas durante el último decenio, las élites, los responsables sociales, los políticos y desde el primero hasta el último contribuyente, no han prestado la atención debida a la progresiva depauperación de las reglas y principios democráticos que han abocado a la situación actual. Las cosas han llegado a tal punto que ya no cabe ignorar que el elefante está blandiendo su trompa en medio de la cacharrería.

Las valoraciones de nuestros responsables políticos que reflejan todas las encuestas revelan que los ciudadanos echan en falta ese tipo de figuras que a lo largo de la Historia han servido de catalizadores de las esperanzas de un pueblo para superar dificultades. Entre otros muchos, son los casos de Moisés guiando a los hebreos hacia la tierra prometida, o el Churchill de «We shall go on to the end…», el discurso en los Comunes con el que puso en pie de guerra a los británicos aterrados por el nazismo.

Sin ir tan lejos, aquí mismo lo vivimos hace cerca de medio siglo ya, como tantas veces he manifestado y no me cansaré de repetir. Adolfo Suárez supo y pudo embridar las ansias de cambio, y también los temores, latentes en una sociedad que desde los restos de una dictadura se enfrentaba al desafío de fundar una democracia. Ese es el papel de los líderes, llevar a la gente desde donde estaba hasta donde nunca había estado, en palabras de H. Kissinger.

La amnistía, la soberanía del pueblo ejercida en elecciones generales y el pacto de una Constitución sin vencedores ni vencidos, echó siete cerrojos sobre la cadena de guerras civiles sufridas en estas tierras nuestras durante todo un siglo, para abrir otros horizontes.

Llegados al Estado Social y Democrático de Derecho, la sociedad generó otros liderazgos, comenzando por el de Felipe González, fundamental en el asentamiento del nuevo sistema que, paulatinamente, fue recuperando el debate propio de toda democracia en detrimento del consenso que hizo posible la concordia.

La mayoría social que desde la izquierda consolidó González fue relevada cuando Aznar hizo lo propio en el centro derecha. Pero el mapa comenzó a quebrarse y la estabilidad que aquel bipartidismo de hecho proporcionó durante un cuarto de siglo se trocó en fragilidad por la inconsistencia de una llamada nueva política.

La historia vivida demuestra que no es el nuestro tiempo ni lugar para caudillismos; ni diestros ni siniestros. Algunos fenómenos de esta naturaleza han surgido aquí últimamente bajo el paraguas del populismo, pero se extinguen como fuegos fatuos.

El asamblearismo, uno de sus principios, no cumple en los sistemas representativos. Además de una sociedad de ciudadanos libres y celosos de sus derechos, la democracia precisa de partidos organizados para encauzar los intereses y aspiraciones de las corrientes de opinión que vertebran la sociedad.

Y junto a todo ello, personas con capacidad de liderazgo, como el que en dos ocasiones demostraron nuestros reyes: Juan Carlos I para zanjar el golpe de febrero en 1981 y, en octubre de 2018, Felipe VI para acallar el secesionismo catalán. Ante circunstancias excepcionales los dos titulares de la Corona jugaron un papel también excepcional dentro de sus funciones.

El líder democrático no cultiva el populismo; la democracia le exige inteligencia, visión estratégica y el carisma necesario para movilizar a la sociedad tras un objetivo por él intuido y compartible por la mayoría. De su cuenta corre la ambición necesaria con la que sentirse seguro de su capacidad para superar los riesgos de la empresa.

España no es una excepción dentro de la crisis multipolar que afecta al mundo entero, sanitaria, económica y de recelos y desconfianza como no se vivían desde el final de la guerra fría. Pero sobre todo ello acumulamos otros pasivos que afectan al propio ser de la Nación, puesto en cuestión por el insensato adanismo adoptado por el sanchismo y los nacionalismos ucrónicos que socavan nuestras raíces. El Estado se puede cambiar, como hicieron los líderes en la transición democrática, pero la Patria, ese tupido tejido de realidades y sentimientos que hace a las personas sentirse ligadas por vínculos jurídicos, históricos y afectivos, es algo más profundo.

El ser de la Nación es el primer desafío que nuestra sociedad tiene delante. La situación reclama un liderazgo capaz de movilizar la mayoría necesaria para restablecer la concordia y reemprender la construcción de un futuro mejor y más justo para todos; para hacer posibles acuerdos y pactos entre las dos orillas del espectro social y político de la sociedad. Y siempre conducido por el compromiso de la verdad.

«Todo lo que no es posible es falso en política», dijo Cánovas poco después del fracaso de la primera república. En democracia la mentira no es moneda de curso legal; le puede servir al falaz durante algún tiempo para satisfacer su disfrute del poder, sí, pero el ejercicio de ese poder resultará estéril para el conjunto de la sociedad. Está sucediendo ahora y aquí.

Más que obrar milagros la función del líder democrático es proponer alternativas alentadoras con la convicción y firmeza necesarias para conseguir la adhesión libre de los ciudadanos con la que hacer posible lo necesario. Acabará surgiendo, por oscuro que hoy se pueda percibir el panorama. Y no demasiado tarde. La necesidad suele terminar resolviendo el problema trocándose en virtud. Antes de tomar las riendas de su nación, en la primavera de 1940, muy pocos se fiaban de Churchill.

Federico Ysart es periodista.

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