Liderazo ético

Siempre ha habido figuras de gran talla que, en el momento de las decisiones clave, cuando se pone a prueba de forma radical el valor de un líder, han sabido actuar con coherencia. Sócrates es una de esas figuras en las que se manifiesta esa grandeza de ánimo que se alza por encima de cualquier género de claudicación, esa cualidad que Aristóteles denominó en su Ética a Nicómaco la megalopsychia, es decir, la magnanimidad. A la armonía entre el ser y el actuar se opone la claudicación, ya sea colectiva o personal. Siempre han sido necesarias, y siempre lo serán, figuras inconformistas y provocadoras que, particularmente en tiempos de crisis y decadencia, nos hagan reflexionar sobre los verdaderos fundamentos de la grandeza humana. Este papel lo representaron cumplidamente aquellos grandes educadores griegos que, como Sócrates, fueron capaces de enseñar, aunque ello les costara la vida, algo tan esencial como esto: la legislación como tal no sirve para nada si el espíritu, el ethos del político, no es bueno de por sí, pues es el ethos individual el que verdaderamente forja el carácter de un ciudadano.

Isócrates, el gran educador que hubo de vivir los tiempos de decadencia de la Grecia clásica, con sus diatribas en el Areópago, pretendía mover a los atenienses a que cambiaran su modo de vida, empujarlos, por medio de esos choques retóricos, a que lucharan por estar a la altura de su verdadera misión. Nadie como Demóstenes, el líder de la libertad democrática, supo denunciar la demagogia tiránica y el materialismo en que se consumían los ciudadanos, convertidos en una masa anónima. Uno y otro censuraron severamente el despilfarro de los bienes públicos, puestos al servicio de los apetitos de la masa, y criticaron la claudicación general de sus conciudadanos.

Isócrates, Demóstenes y las generaciones que les siguieron vieron en Sócrates la figura de un gran líder que consiguió armonizar como nadie ética y estética. Es evidente que para los griegos lo bello y lo bueno tenían mucho que ver. La excelencia ( areté) del hombre se entendía como «ser bello y bueno» (kalokagathía). Y en este ser «bello» y «bueno» encontramos el principio supremo de toda voluntad y de toda conducta humana.

De lo dicho se desprende que aquello que nosotros calificamos como moralmente bueno, los griegos lo entendían como la belleza del actuar recto, con grandeza de ánimo, pensando en los demás y no tan sólo en beneficio propio, sin someterse al chantaje del dinero, del poder o de la vanagloria. En el mundo clásico de los griegos, la belleza era algo anhelado, que no nace del azar, sino que es consecuencia de una disciplina consciente. Y solamente de los kaloi kagathoi (bellos y buenos) surgen los aristoi (los mejores), los líderes.

Con frecuencia se deduce la honradez y autenticidad de una persona por las consecuencias observables de su actuar, pero lo que determina el valor ético no son las consecuencias del obrar, sino la disposición del agente a desarrollar sus virtudes. Es decir, que sea bueno en sí. Valorar la bondad o maldad de una acción tan solo por sus consecuencias puede ser fatal. Tal es el caso de quien dice la verdad por puro cálculo, por temor, o por ánimo de engañar ó de lucro.

Para llegar a captar el sentido profundo del liderazgo, de un liderazgo ético que permita desarrollar las mejores cualidades, es preciso reflexionar sobre las raíces antropológicas del ser humano. Liderar supone, en primer lugar, mover, motivar, entusiasmar y educar —lo que, en su sentido etimológico (del latín educare) significa «hacer salir» e, incluso, en su etimología última indoeuropea, «guiar» y «ver» ( deuk). El buen líder ve, descubre, sabe cómo «hacer salir», para que no permanezcan ocultas, las mejores cualidades de las personas que trabajan con él.

¿Qué es lo que hace a Sócrates excelente? La coherencia entre su vida y su modo de actuar. No se percibe en él hiato entre ser y querer ser. Sócrates es una persona de gran finura interior, que percibe y vive profundamente la verdad del ser humano. Para adquirir esa finura no basta sólo con buscar la perfección moral, sino que es necesaria la sensibilidad de captar el detalle.

La finura de espíritu tiene que ver también con la atención al otro. Es esta actitud la que más profundamente nos universaliza e interioriza y, por ello, la que más nos perfecciona. Ahora bien, el detalle es estético; es lo que hace que las pequeñas cosas adquieran un particular realce. La finura de espíritu de la que goza el virtuoso implica una capacidad de renuncia sin la cual no es posible la verdadera amistad, pues ésta consiste, en buena medida, en dejar ser al otro.

Fue, en fin, una muestra de la finura de espíritu de Sócrates decir que el verdadero sabio es el que obra sabiamente.

Alfred Sonnenfeld, catedrático de la UNIR.

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