Líderes sin partido

Poner en marcha una democracia es tarea harto complicada. Sólo los siglos lo han logrado, de forma que no deben extrañarnos en exceso las dificultades que experimenta la nuestra y los aprietos por los que pasan algunas bastante más sólidas. Las democracias siempre tropiezan con dificultades y con enemigos.

En el caso español está siendo muy característico el paso desde un cierto orgullo fundacional (una especie de "España, luz de Trento") a una desestimación encabezada, como siempre sucede, por puritanos que se tienen por idealistas. Por superiores.

Lo más difícil en democracia es articular la libertad política, porque las normas y reglas legales son muy fáciles de adaptar, mientras que aquella depende siempre de una cultura previa, autoritaria por lo común, que hay que transformar.

En el caso español, aunque no sólo aquí, eso se ha traducido en los abusos, la corrupción y la ineficiencia de los partidos. Un problema del que la opinión pública es bien consciente, pero cuya solución no se acaba de encarrilar.

Tanto socialistas como comunistas heredaron cierta cultura de partido, pero la derecha careció siempre de un modelo

Tanto la izquierda socialista como los comunistas heredaron una cierta cultura de partido, con los defectos que fuera. Pero la derecha careció siempre de un modelo histórico. Los partidos que la han representado mayoritariamente, UCD, Alianza Popular y PP, no han acertado a crear una cultura democrática de partido.

Dicho en corto, ha habido líderes de la derecha, Adolfo Suárez, Manuel Fraga, José María Aznar y Mariano Rajoy, pero ninguno de ellos acertó, y cabe dudar de que lo intentasen, a crear una organización representativa, participativa, abierta y democrática.

Fruto de esa carencia muy básica es que la derecha, después de la unificación electoral que logró Aznar, no haya acertado a mantenerse unida, y que de ahí hayan surgido otros dos partidos que tampoco han dado ninguna muestra de algo distinto a un cesarismo bastante fuera de lugar.

Los partidos de la derecha no han sido capaces de ir más allá de sus líderes. La dimisión de Suárez se ha solido atribuir al desastre de la UCD, a su condición caótica. Pero Suárez se fue porque, fiel a Juan Carlos I, creía necesaria la llegada del PSOE al poder para consolidar la monarquía y la democracia con ella.

La tensión entre ser la mano derecha del rey y el líder de un partido fue insoportable, y se rompió por la parte más débil, de forma que del mismo modo que las Cortes de Franco debieron de inmolarse, la UCD tuvo que desaparecer.

Ni Alianza Popular ni el PP pasarían una prueba de idoneidad como partidos. Los congresos los organizó y manejó la cúpula

La consecuencia última de ese primer fracaso en la consolidación de un partido democrático de centroderecha es que hubo que darle el testigo de la oposición a Fraga, que tampoco creía en nada que se pareciera a un partido democrático al estilo europeo.

Ni Alianza Popular ni el PP pasarían una prueba de idoneidad como partidos. Los congresos los ha organizado y manejado la cúpula, no han tenido debates organizados y participativos, y su organización ha sido lo suficientemente opaca como para que haya sido imposible prevenir la corrupción.

Si el PP quiere de verdad llegar a ser el gran partido democrático del centroderecha, la casa común de conservadores y liberales, no tiene otra salida que comenzar de nuevo.

No tiene otra salida que reconstruir el partido de abajo arriba (es muy expresivo que la expresión habitual, muy inadecuada en este caso, sea de arriba abajo) acabando con el vicio de dejar que sean el líder y su camarilla quienes todo lo deciden y quienes impiden, con la excusa de la eficacia, la unidad y la utilidad, la participación, la representación y la democracia interna que exigen la Constitución y la vitalidad democrática.

La única manera de que en un partido no haya corrupción habitual es que haya transparencia, cuentas claras y auditadas, y democracia interna. Lo que requiere un censo creíble, unas elecciones internas abiertas, limpias y con garantías, y unos estatutos que lo regulen de manera taxativa.

Es necesario evitar que la elección de los órganos de gobierno y de los candidatos electorales esté controlada desde arriba

Como se sabe desde hace mucho tiempo, los partidos tienden a ser oligárquicos, de forma que se necesita arbitrar sistemas que puedan corregir esas tendencias y permitan articular un nivel alto de participación ciudadana y de renovación política.

Es necesario, por ejemplo, evitar que la elección de los órganos de gobierno y de los candidatos electorales esté controlada de manera férrea e ilegal desde arriba, en vez de mediante un proceso de selección de los más aptos.

Todo esto es más fácil de decir que de hacer. Pero la experiencia de la fragilidad de la derecha debiera enseñarnos que su división es consecuencia directa de sus carencias. De su incapacidad para elaborar posiciones capaces de comprometer a las diversas alas que, por fuerza, ha de tener un partido que pretenda ser la alternativa de una izquierda que, hoy por hoy, parece dominante.

Esa necesidad no puede satisfacerse con apaños. O el PP se transforma de manera profunda y decidida en un partido abierto, participativo, inteligente, capaz de seducir a los votantes con propuestas bien pensadas, o el reinado de Pedro Sánchez se extenderá más de lo debido.

Los españoles tienen derecho a esperar que exista un partido de esas características. Un partido capaz de servir al interés general y nacional, y libre para desatarse de herencias vergonzantes.

Si el centro derecha quiere lograr una nueva mayoría necesita disponer de un partido que sea y parezca muy distinto al que ha perdido para siempre la confianza de un enorme número de electores.

José Luis González Quirós es filósofo y analista político.

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