Hace algunos meses fui invitado a intervenir en el seminario internacional sobre 'La Nueva Diplomacia de los Derechos Humanos', copatrocinado por el Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación. Coincidí con el ex diplomático italiano, ahora escritor, Enrico Calamai, quien, resumiendo su experiencia diplomática a la vez que de defensor comprometido de los Derechos Humanos, me dijo en un tono grave y a modo de reflexión final de toda una vida profesional: «Diplomacia y derechos humanos son términos antagónicos en su esencia», con lo que me daba a entender que eran los segundos los que siempre perdían.
Me causaron gran impacto las claudicantes conclusiones de este antiguo cónsul italiano en Buenos Aires, quien durante la dictadura argentina consiguió proporcionar salvoconductos a cientos de perseguidos evitando su desaparición y muerte segura. En el seminario se analizó cuál había sido el resultado del compromiso asumido por los Estados en la Conferencia Mundial de Derechos Humanos de 1993 en Viena, en la promoción y salvaguarda de los mismos. Como por aquellos días de la legislatura anterior se elaboraba el primer borrador del Plan de Derechos Humanos, finalmente aprobado por el Gobierno en diciembre pasado, uno de los asuntos centrales fue el de la jurisdicción universal como instrumento para actuar contra la impunidad por crímenes internacionales. Se constató, una vez más, la importancia trascendental de este mecanismo de justicia penal internacional, complementario de los tribunales 'ad hoc' y del Tribunal Penal Internacional, y hoy por hoy imprescindible.
El resultado de aquel seminario parecía esperanzador. Meses después, el Gobierno aprobaba su Plan de Derechos Humanos y se recogía expresamente dentro de los objetivos de la acción exterior española 'la lucha contra la impunidad y el apoyo activo a la Corte Penal Internacional, a los tribunales y otros mecanismos contra la impunidad de crímenes internacionales'. ¿Qué ha pasado desde entonces? Acontecimientos recientes han puesto de manifiesto la fragilidad de las buenas intenciones del Ejecutivo en materia de Derechos Humanos, que ha sucumbido ante la mínima presión diplomática por parte de alguno de los Estados que, parece ser, realmente importan. Comprendo ahora que mi amigo Enrico Calamai sólo hacía un realista augurio que ponía contrapunto a mis optimistas comentarios sobre el valor y significado que había tenido en nuestro país la jurisdicción universal, que nos había situado a la cabeza en el compromiso de actuar contra la impunidad en crímenes internacionales y en la defensa de los Derechos Humanos.
Sigo, no obstante, convencido de que diplomacia y derechos humanos no tienen porqué ser incompatibles; sólo se requiere tener las ideas medianamente claras y firmes. La auténtica puesta en valor de la jurisdicción universal más allá del mero concepto jurídico, a través de los casos Pinochet, Scilingo, Guatemala y ya un largo etcétera, es un patrimonio de España. Supone, sin duda, nuestra más importante aportación al Derecho Internacional y a los derechos humanos en el siglo XX y, aunque muchos países no se atrevan por el momento a asumirla, nos miran de reojo como referente. Es, y debería seguir siéndolo, uno de nuestros valores ya históricos y, por ello, irrenunciable.
No perdamos de vista las cosas verdaderamente importantes que pasan a nuestro alrededor. Lo que quizá esté caracterizando en mayor medida la época Obama es la recuperación de los valores tradicionales de la democracia estadounidense, a los que Bush parecía haber renunciado. Lo mismo ocurre con el valor añadido de la europeidad. Hagamos lo propio con los nuestros.
Con el acuerdo del PSOE y el PP para limitar la respuesta de los tribunales españoles se está a punto de cometer un error histórico. El de sucumbir, por precipitación y falta de ideas, con un planteamiento mediocre y de miras cortas en política exterior, a la desactivación de la jurisdicción universal en crímenes contra la Humanidad. Nos estamos dejando llevar por los mitos negativos, olvidándonos lo que de positivo ha tenido y tiene, para nosotros y para la comunidad internacional, la jurisdicción universal tal y como ha sido aplicada por nuestros tribunales.
Se requieren en política exterior planteamientos que vayan mucho más lejos. La efectividad de la jurisdicción universal es uno de esos valores que España tiene derecho a reivindicar como propio y exportar al mundo con orgullo. Una visión amplia y de largo alcance nos impediría desandar caminos en los que hemos sido pioneros, claudicando ante aparentes problemas puramente coyunturales. La estrategia correcta sería la de tratar de universalizar el valor de la jurisdicción universal, convirtiéndonos en su adalid y promotor internacional más comprometido, intentando generalizar entre todos los países su aceptación y respeto.
Continuar con nuestro compromiso serio y cierto contra la impunidad en crímenes internacionales no es una cuestión de ideologías. Se ha mantenido durante varias legislaturas de distinto signo y es, sin duda alguna, una seña de identidad, nuestro mejor valor añadido y una de nuestras potencialidades hacia el resto del mundo. La única política acertada en estos momentos, por encima de las divergencias de los partidos, sería la de mantener incólume la capacidad y eficacia de nuestra jurisdicción universal, sobreponiéndose a los puntuales, pero no más que rutinarios, problemas diplomáticos, que deben quedar reducidos a ese estricto ámbito. Y que de ninguna manera pueden empañar la visión de conjunto.
La universalización de la jurisdicción universal nos colocaría a todos los Estados en una posición de igualdad y de corresponsabilidad con los objetivos y los resultados, con lo que desaparecerían los efectos colaterales negativos que se le reprochan. También sería la mejor forma de promover el Tribunal Penal Internacional, ya que un sistema efectivo contra la impunidad sería, sin duda, el mejor argumento para convencer a los Estados renuentes a que ratifiquen el Estatuto de Roma. Nos jugamos mucho. La precipitación y superficialidad con las que se está tratando este asunto son razones suficientes para estar verdaderamente preocupados por su futuro.
José Ricardo de Prada, magistrado de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional.