Con la autodeterminación está ocurriendo lo que los comunistas pusieron en práctica cuando emergieron a la escena internacional hace justo un siglo: una mentira repetida mil veces, se convierte en verdad. De cuantas estrategias ideó Lenin ésta fue la más exitosa, hasta el punto de que la extrema derecha se apresuró a imitarla. Que unos y otros sigan usándola indica su eficacia y me pregunto si esa posverdad tan de moda no será una variante de la misma: una mentira estirada hasta el infinito.
Porque el «derecho a la autodeterminación» es mucho más reducido de lo que alardean quienes lo invocan. De hecho, sólo aparece en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, aprobado por la Asamblea General de Naciones Unidas en su resolución 2200A (XXI) del 16 de diciembre de 1966, cuyo artículo primero, párrafo 1 reza: «Todos los pueblos tienen derecho a la libre determinación». Lo sorprendente es que en los 52 artículos restantes, la resolución no vuelve a hablar de ella, dedicándose a los derechos individuales, eso sí, tras advertir en el tercero: «Los Estados firmantes del presente pacto respetarán este derecho de conformidad con las disposiciones de la Carta de Naciones Unidas». O sea, la autodeterminación tiene límites, algo, por otra parte, lógico, porque hacerla universal e ilimitada amenazaría no ya a los Estados, sino a la sociedad misma, bastando que una región, ciudad, pueblo, barrio, edificio incluso deseara «autodeterminarse» para alcanzarla, que fue lo que ocurrió en la Primera República española, cuando numerosas ciudades se declararon independientes; Gandía declaró la guerra a Jaén, y Jumilla amenazó a «las naciones vecinas».
Que los redactores de este Pacto eran conscientes de que la autodeterminación podía desencadenar desintegraciones en cadena lo indica que lo limitaron a unas condiciones muy especiales. ¿Cuáles? Pues las que se dan en los territorios coloniales, cuyo derecho a la independencia había quedado fijado en la conocida como Carta Magna de la Descolonización: la resolución 1514 (XV) de la Asamblea General de Naciones Unidas del 14 de diciembre de 1960, donde, tras establecer que «todos los pueblos tienen derecho a la libre determinación», en su párrafo 6 advierte: «Todo intento encaminado a quebrantar total o parcialmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los propósitos y principios de la Carta de Naciones Unidas».
Sin duda el caso de Katanga, la región más rica del Congo belga, que intentó independizarse del resto del territorio mientras se descolonizaba, advirtió a los redactores de los riesgos que se corrían dando un cheque en blanco a la autodeterminación. Un peligro que queda conjurado por la citada cláusula, que impide usarla para romper la unidad de una nación o estado. Por cierto, fue determinante al debatirse en la ONU el caso Gibraltar, negándosele a la colonia inglesa el derecho a autodeterminase, por romper la integridad territorial de España y dictando que su descolonización tenía que llegar a través de negociaciones entre los gobiernos español y británico, como ha aceptado la Unión Europea para el Brexit.
El derecho de autodeterminación quedó así limitado al marco colonial, a no ser que lo permitan las leyes de un Estado ya constituido y sus ciudadanos decidan voluntariamente separarse, como ocurriría en el Reino Unido con Escocia, en cuyo caso la ONU nada tiene que decir. Pero no siendo a todas luces Cataluña una colonia –excepto en la mente calenturienta de los separatistas– y no previendo la Constitución española secesiones internas, la autodeterminación no es aplicable, según la legislación española e internacional.
Como los gobiernos españoles vienen machaconamente repitiendo, incluso si quisieran, lo tienen prohibido. Sólo reformando la Constitución vigente, que en su artículo 2 proclama «la indisoluble unidad de la Nación española. Patria común e indivisible de todos los españoles», podría legalizarse la independencia de una de sus partes. Pero cambiar la Constitución es todo menos fácil. De entrada, requiere un consenso de los partidos semejante al que reinaba cuando se redactó en 1978, del que hoy estamos tan lejos en el tiempo como en el ánimo. Luego, el visto bueno de todos los españoles, como ocurrió entonces, algo que rechazan los nacionalistas catalanes (y supongo los de otros territorios), conscientes de que no alcanzarían la mayoría necesaria para independizarse. Lo que nos lleva a la sentencia del torero: «No puede ser y, además, es imposible».
Esto lo saben perfectamente los nacionalistas catalanes de todos los tipos, que sin embargo, continúan su procés hacia la independencia e incluso insisten en hacerlo legalmente. Algo inalcanzable, se mire por donde se mire, pues ni siquiera pueden referirse a la Transición del régimen franquista a la democracia, que se hizo «de la ley a la ley», con el respaldo de la inmensa mayoría de los partidos políticos y de los españoles que, a día de hoy, no se da ni se espera. Sin que el ansiado respaldo exterior, sobre todo europeo, se materialice. Al revés, en Bruselas sólo han cosechado calabazas cada vez más grandes. ¡Buena está la UE para que le vengan con separatismos dentro de uno de sus estados miembros! ¿Qué buscan entonces, qué esperan encontrar en su furiosa marcha hacia la independencia? Hay quien dice que, tras ver imposible la independencia, buscan el martirio por su causa. Pero no les veo madera de mártires ni todos ellos buscan lo mismo.
Los nacionalistas que gobiernan Cataluña desde que se convirtió en comunidad autónoma, es decir, aquella Convergència que ha cambiado de nombre para huir de los procesos de corrupción en que se ve envuelta, buscan escapar de la justicia española a través de un estado catalán, con algunos intentando llegar a acuerdos con aquella justicia para que les reduzcan las penas.
Pero sus actuales socios, especialmente la CUP, aunque también el partido de la alcaldesa Colau, tienen objetivos de más largo alcance. Para ellos, la independencia no es la meta de sus ambiciones, sino el instrumento para alcanzarlas. Como antisistemas que son, lo que buscan es destruir el sistema existente hoy en Cataluña, en España y en Europa, el odiado capitalismo y la libre empresa. Con lo que tenemos la paradoja de la burguesía catalana actuando contra si misma. Ya le ocurrió en su intento de golpe de 1934 contra la República, preludio de la Guerra Civil, en la que esa burguesía sintió en sus carnes lo que significa vivir bajo la extrema izquierda. Pero esa es otra historia, aunque puede terminar siendo la misma. En cualquier caso, que el derecho a la autodeterminación no es aplicable a Cataluña está claro, entre otras cosas porque Cataluña ya se autodetermina en los plazos señalados por ley. Aunque vayan ustedes a meterlo en una mente nublada por los vapores del nacionalismo, la ambición y la codicia, no necesariamente en este orden.
José María Carrascal, periodista.