Límites del terrorismo

Xavier Bru de Sala (LA VANGUARDIA, 15/05/04)

Nos venden un terrorismo global, ilimitado, con una capacidad destructiva tan portentosa que es capaz de poner fin a nuestra civilización, ya sea por sucesivas oleadas de pánico colectivo que paralizarían la economía, el transporte, los suministros básicos, etcétera, o ya por la vía de las armas de destrucción masiva. De momento aquí seguimos, y no se puede descartar ni el fin de este mundo por el impacto de un gran meteorito. Ahora bien, una hemeroteca del terror inventado, o inventariado con unas mayúsculas totalmente inmerecidas, contribuiría a vacunarnos contra el exceso de temor. ¿Dónde está el ántrax modificado que tras el 11-S iba a diezmar la población como si de la segunda, sólo de la segunda plaga apocalíptica se tratara? Si no se hubiera bajado la guardia, tal vez se habría evitado el atentado en cadena de Madrid. Pero aun así, y sin que nos podamos quitar los centenares de muertes, tan próximas, de la cabeza, ya podemos tener presentes los escasos niveles organizativos y tecnológicos de los terroristas. Matar así a mansalva está casi al alcance de cualquiera que se lo proponga y no tema las consecuencias, pero de ahí a suponerles capacidad megadestructiva como para acabar con el modelo occidental, media un enorme trecho. Y más con los sofisticados medios de vigilancia y prevención puestos en marcha por los estados con servicios secretos más eficientes. Es para tomarlo en serio, muy en serio, pero el atentado de Madrid y el planeado pero frustrado en Inglaterra, pusieron al descubierto un límite operativo del terrorismo fundamentalista.

Hay otro límite aún más importante, el motivacional colectivo, en el que nadie parece haber reparado. Les supongo de acuerdo en la consideración, ya bastante extendida, del terrorismo como la forma de guerra que adoptan aquellos que no están en condiciones ni de organizar siquiera una guerrilla, diminutivo y forma menor de guerra llevada a término por quienes no pueden sostener un ejército regular o hacerse visibles a un enemigo muy superior. Pues bien, en esta gradación, o degradación, existe un paso más, el último antes de la derrota sin paliativos. El terrorismo suicida. También presumo que no engrosan las filas de los que piensan que el terrorismo siempre pierde, y que no hace falta mentarles los casos de Irlanda e Israel –ambos cuentan con jefes de Estado y ministros que antes de ser héroes nacionales fueron redomados cabecillas terroristas–. Tal vez recuerden asimismo que el primero en sacrificar su vida a cambio de una muy considerable destrucción en las filas enemigas no fue otro que el mismísimo Sansón, juez, o sea primera autoridad ungida de los israelitas, que mediante su suicido triunfal reparaba también la falta cometida a ojos de los suyos.

En aquella narración de la Biblia, el libro que expone un mayor número y variedad de situaciones límite, están todos los ingredientes del terrorismo suicida. El extraordinario arrojo individual, que no duda en sacrificarse a cambio de muchas vidas enemigas. Pero la vida no es lo único que tiene. También goza de consideración social. Si unos sacrifican su vida a monótonos retazos rezando por los demás en una cueva o escribiendo para una incierta posteridad, bien pueden otros, con mecanismos no muy distintos y premio más seguro, hacerlo de golpe por su colectivo en peligro. En Europa nos pilla lejos, pero son numerosas las sociedades (Roma, Japón) en las que el suicidio es una forma, la única ya cuando se produce, de recuperar la consideración social perdida.

La clave de la forma extrema de terrorismo no está pues en el suicida o en su origen social –basta encontrar a los dos o tres primeros, porque luego el suicidio se contagia, lo mismo que casi todos los comportamientos humanos–. La clave está en la situación límite del pueblo, Estado o nación. Para que entre en acción el fenómeno del máximo sacrificio individual, es precisa una toma de conciencia de que todo está perdido, de modo que el esfuerzo de todos ya no sirve para evitar la derrota y la, en su conciencia casi o muy segura, desaparición del colectivo. Es entonces, en este estado psicológico, cuando aparecen, a petición de los líderes ya impotentes, los candidatos a inmolarse en beneficio de todos. ¿Por qué se dieron los kamikazes en Japón y no en Alemania? Por el diferencial de conciencia. Los nazis siguieron, hasta el último momento, pregonando una inminente victoria mientras los japoneses, menos románticos, se dieron cuenta enseguida de que si no rompían la supremacía naval americana serían derrotados sin remisión.

¿Por qué hay terroristas suicidas en Palestina y no, o no aún, en Iraq? Lo mismo. Los palestinos lo ven como el último recurso, mientras los iraquíes están convencidos de tener posibilidades de sacarse al invasor de encima sin llegar a tales sacrificios. O sea, que si no queremos estar en peligro, no acorralemos, demos margen o por lo menos la ilusión de un margen, que también sirve.