Habrá quien vea el Lincoln de Spielberg en la pantalla creyendo que es un personaje de ficción. Son consecuencias de la confusión entre mundo real y mundo virtual, y, sobre todo, lo son de un sistema educativo en el que se puede llegar a estadios posuniversitarios sin saber quién es Pericles o Lincoln, ni tener conocimiento de la gobernación en la Ínsula Barataria. De aquí que un primer Lincoln para nosotros sea el autodidacta. Aunque su padre le maltratase y solo con unos meses en las aulas, Lincoln aprendió a escribir por su cuenta, buscó los pocos libros a su alcance, leyó los clásicos y aprendió los ritmos de la oratoria clásica. Llegaría a escribir piezas memorables de la lengua inglesa. Su discurso de Gettysburg es, simplemente, perfecto. El empeño del autodidacta representa una fuerza de voluntad que, por contraste con el rasero igualitario de la escuela actual, tiene un valor ejemplar. El autodidacta estudió Derecho a su aire y aprobó el examen del colegio de abogados de Illinois. No se trata de ser todos autodidactas ni de que los alumnos tengan que caminar veinte kilómetros sobre la nieve o cruzar selvas para ir a la escuela, pero sí de emular el potente esfuerzo por el conocimiento que llevaba a Lincoln a no poder dormir si no había entendido una idea que le era nueva. Esa intensidad le permitió luego ser un político de claridad convincente, sensata y raras veces ambigua. Supo relatar, escuchaba a la gente, cedía en lo accidental para preservar la sustancia.
El honrado Abe podía adentrarse en las zonas más oscuras de la política para obtener el mayor bien común que fuese posible. Fue como logró la laboriosa aprobación de la enmienda que abolía definitivamente la esclavitud. Esa ha sido siempre la gran política que se hace a partir de la realidad. Sus astucias fueron lo nobles que podían ser. Es otra lección decisiva de Lincoln, siempre de actualidad. No de otro modo consiguió preservar la Unión y emancipar a unos cinco millones de esclavos negros. Lo logró fortaleciendo la libertad y no debilitándola. Es algo que alecciona en estos tiempos de nuevos autoritarismos y de descrédito de la vida democrática. Ideal y realidad pueden ser vasos comunicantes y, si no lo son, o aparecen las utopías nocivas o la política se convierte en un chapoteo de intereses parciales. Como dijo en uno de sus discursos más célebres, una casa dividida contra sí misma no puede sostenerse. Azorín escribió que con su Lincoln los Estados Unidos habían burlado los cálculos de la política. Tan elocuente desde su escaño o como cronista político, Don Emilio Castelar escribió: “El nombre de Lincoln resplandece a mis ojos cual el de todas aquellas personas históricas a quienes convertimos en ideal vivo, a virtud y por obra de un fervoroso culto”.
De modo esquemático, los antiesclavistas como Lincoln creían en la igualdad de todos los seres humanos, pero ese ideal debía seguir la vía de la Constitución y fortalecer la Unión, mientras que los abolicionistas ponían el maximalismo de su fin por encima de la ley y de la Unión. Lincoln optó por integrar lo mejor de cada posibilidad pero no pudo evitar la guerra civil y sí garantizar la permanencia de la Unión. Es un hecho que el proceso de la secesión era previo a la llegada de Lincoln a la Casa Blanca. Sabía que abolir la esclavitud era impracticable sin la existencia de la Unión. El pragmatismo y la integridad nunca han sido incompatibles por definición. Sobre todas las cosas, para Lincoln contaba la Constitución.
La magnanimidad es otra de las lecciones de Lincoln para nosotros. Magnanimidad en la victoria, compasión y deseo de reconciliar la Unión. De no haber muerto Lincoln, el expolio del Sur después de la guerra civil seguramente no hubiese tenido lugar. Ejerció en abundancia el perdón. Ignoró el despecho. Magnanimidad también en el liderato: integró en el gabinete a sus enemigos internos del partido republicano y se ganó su honorable lealtad. Al finalizar la guerra civil propugnó amplias amnistías, incluso a la contra de las voces más drásticas de su partido. Sirve hoy tanto como entonces lo proclamado en su segundo discurso inaugural: “Sin maldad hacia nadie; con caridad hacia todos; con firmeza en el bien”. En sus propias palabras, se proponía vendar las heridas de la nación, cuidar a aquel que hubiese soportado el peso del combate, y a su viuda y a su huérfano. Quiso evitar todo revanchismo del Norte. Esas palabras incitaban más el odio del apuesto actor que, al frente de la conspiración para derrocar el gobierno, mató a Lincoln de un disparo en la nuca. Los Estados Unidos iban a refundarse. Es otra lección para nosotros que Lincoln dedujese de las crisis la mayor parte de su grandeza.
Valentí Puig es escritor.