Líneas de grafito o la esperanza íntima

Cuando era adolescente solía pintar casas sin puertas ni ventanas. Eran bloques de piedra y tejado sin abertura alguna, dibujados con carboncillo y óleo. Después las enseñaba a la familia traduciendo en la imagen lo que era incapaz de verbalizar, el deseo de escapar (de la casa, del pueblo, de la tribu…). Cuando el lienzo volvía a mi habitación dibujaba en aquellas herméticas casas una puerta y una ventana. Lo hacía con un lápiz duro que apenas dejaba rastro visible a media distancia, pero a poco que alguien lo observara de cerca, lo vería. Era mi ansia íntima hilvanada sobre la piedra, el trazo de un lápiz de grafito que apenas se sujetaba a la pintura de aceite. No es que el deseo de escapar que yo quería expresar fuera pequeño y por ello no utilizara un pincel para fijar la puerta, es que una casa abierta no podía contar esa tensión. Sólo la ausencia podía hacer de boca y de grito cuando alguien se siente encarcelado en su casa, en su barrio o en su tribu. El lápiz dejaba claro que la piedra de la casa no podía con las ventanas de la cabeza, que la salida proyectada era lo difícil y lo menos visible, pero en su estar en riesgo lo más importante, y mantenía el deseo encendido como una esperanza.

Líneas de grafito o la esperanza íntimaPuede que el deseo adolescente de escapar en este lado del mundo no sea en modo alguno comparable al deseo de quienes están literalmente enjaulados en sus casas o se juegan la vida para salir de un país en guerra o de un país pobre o empobrecido por quienes hacen la guerra. Toda vida necesita poder proyectar puertas y ventanas que nos ayuden a ser y esto siempre requiere un poder entrar, pero necesariamente un poder salir. Esas puertas son base simbólica de la libertad que permite no ceder a repetirnos en el papel asignado por quienes mandan a los de tu clase, tu estirpe o tu género.

Las historias de los seres humanos se construyen sobre movimientos de personas que escapan o buscan. Los migrantes y los destinos cambian y cambiarán movidos por los conflictos, por lo que vemos en las pantallas y por el propio planeta.

En estos días cuesta no imaginar el dolor de quien necesita escapar para seguir viviendo, sintiendo no tener siquiera la posibilidad de llegar a un andén, a una frontera o a un aeropuerto. Bien lo saben las mujeres afganas que ojalá no olvidemos cuando las noticias no las enfoquen, habituados a saber que están detrás de capas de pantalla, pared, velo y miedo.

Difícilmente un niño podría ordenar cronológicamente imágenes en blanco y negro de estas mujeres en los años setenta, en los noventa o en los veinte por venir. Cuesta imaginar un futuro medieval, no alcanzo a pensar cómo será vivirlo. Nunca subestimen la reversibilidad de los logros sociales, su valor y fragilidad aquí o allí. Cierto que la historia de igualdad de las mujeres es corta y que hay imágenes del pasado que para muchos serían un deseo de futuro. Para la igualdad no hay lección más dura que presenciar el retroceso en derechos y libertades cuando creemos que se van asentando. Nadie puede menospreciar el reto de trabajarla día a día, la necesidad de no darla por garantizada.

Porque esas mujeres conocen épocas de mayor libertad ahora sajada y sus hijos vivirán esta usurpación como cotidiana tensión normalizada. Pero no crean que la respuesta esperable es la rebeldía. Sabemos que ante determinada intensidad, aisladas y desarticuladas colectivamente, en riesgo las vidas cercanas, no sale rabia sino miedo, el riesgo de sumisión es grande. Educar en un régimen de violencia reiterará en los niños que eso es lo normal, que deben obediencia a sus captores que a sí mismos se dirán líderes.

Cosa distinta es haber estado fuera del pozo y luego dentro y luego fuera y ahora dentro. Después de avivar la expectativa de cambio y de haberla experimentado ¿cómo vivir sabiendo fallida la esperanza en la que se había depositado la expectativa? Porque de todo lo que en este conflicto se pone en juego hay algo sutil, como una línea de grafito sobre la pintura de aceite, y es la íntima sensación de poder confiar en que alguien está trabajando por mejorar la vida de las personas cuando se echa el cerrojo por fuera y se dibuja una aterradora desesperanza.

Creo que la confusión ante lo ocurrido no hace sino alentar el desapego con las víctimas, cuando, sin suficiente autocrítica, se hace responsable a la propia cultura del fracaso de un nuevo conflicto. Conocer y compartir las seguras contradicciones que en este proceso ha habido ayudaría a entender y a reparar la confianza en quienes gestionan lo colectivo. Y debieran intentarlo, políticos, comunicadores, expertos, líderes políglotas, mediadores implicados. Queremos entender. Tomen la palabra ordenadamente, busquen horarios de máxima audiencia, no lo reduzcan a un titular ni a unas frases posadas en sus cuentas de Twitter. Tenemos tiempo, indignación, pero sobre todo necesidad de comprender. Compartan las razones porque necesitamos saber que lo sienten, que siguen trabajando, que pueden explicar cómo se han gestionado las vidas, el tiempo y los recursos empleados en estos años. ¿Cómo es posible que se haya llegado a una situación aún peor que la que encontraron? Y es peor porque el intento fallido exculpa al que se marcha y hunde al que se queda.

La sensación de muchos que no conocemos la intrahistoria de lo ocurrido es de falta de confianza y descreimiento en los gestores que han hecho posible este destrozo. La gravedad es grande pues esa sensación es contagiosa y fácilmente se extiende a otros ámbitos de lo colectivo, a una ansiedad acompañada de desapego. Sinceramente, ¿pueden decirnos que las vidas y medios empleados se han dilapidado y que todo está en el mismo punto, pero con una decepción más profunda? Claro que son distintas las culturas, y valorar el conocimiento y la investigación que desde los estudios científicos sobre diversidad cultural se hacen, ayudaría a la política a pensar cómo trabajar por una mayor igualdad y libertad global, desde la complejidad que conlleva esta diversidad y sin dar por válida una mera exportación de sistemas.

A la situación vivida ahora se suma el riesgo de desencanto, la falta de suelo y cuestionamiento de normas. Cabe prevenirse ante el riesgo de envilecerse y desconfiar de los demás cayendo en el individualismo del “sálvese quien pueda”, especialmente si se da por hecho que las cosas funcionan injustamente, sin disculparse y razonar la dificultad y las alternativas que la sociedad y sus líderes (el mundo es una sociedad globalizada) están barajando. Pasa a todos los niveles, con todos los problemas que diariamente nos angustian y no se explican.

Pienso en fronteras cerradas y casas herméticas, en las posibilidades de llegar a través de la empatía, la tecnología y la imaginación, en favorecer resistencia desde la brutalidad que debe ser la vida cotidiana, en la necesaria implicación de quienes estamos al otro lado. Cualquiera de las alternativas que supone confiar en que el cambio vendrá desde dentro se hace insuficiente, porque no se puede pedir a una víctima un comportamiento heroico. Les falló la guerra porque es un mal invento. Prueben, probemos otras maneras, pero no permitamos que las personas se resignen a las cárceles de los que tienen más armas, más drogas y las voces más altas, enterrándose o pareciéndose a ellos.

Remedios Zafra es investigadora en el Instituto de Filosofía del CSIC y autora de Frágiles. Cartas sobre la ansiedad y la esperanza en la nueva cultura (Anagrama).

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