Líneas de tensión

Cuando se ha cumplido un año desde que comenzaron las revueltas árabes en Túnez, las expectativas son mucho más complejas que un camino directo hacia la democracia. La guerra en Libia y la represión en Siria, Yemen y Bahréin indican que los procesos pueden ser violentos por la resistencia de gobiernos autoritarios.

En la revuelta árabe hay un efecto dominó debido a problemas comunes, un sentido de identidad árabe, el uso de las redes sociales, y el papel de Al Yazira y otros medios de comunicación globales. A la vez, el proceso en cada país depende del modelo del Estado existente y las capacidades de la sociedad. En Egipto había fuertes organizaciones sociales que crearon fisuras entre el presidente Mubarak y las fuerzas armadas. En Túnez fue importante el movimiento sindical, y las revueltas de los jóvenes generaron fricciones entre el presidente Zine El Abidine Ben Ali, los militares y la policía. En Libia, en cambio, el veloz recurso a la violencia por parte del gobierno y una oposición sin experiencia política resultó en una guerra civil con intervención militar de la OTAN. Ahora, uno de los grandes desafíos es cómo desmovilizar las milicias que quieren su parte de poder. Las políticas de clanes en Yemen y Siria han permitido que los regímenes alarguen su permanencia agitando el temor a las guerras sectarias. De todos los estados árabes, sólo Argelia, Líbano, Iraq y Sudán no están sufriendo revueltas, ni tampoco la Autoridad Palestina y Hamas.

Una serie de tensiones se presentan en el segundo año de la revuelta. La primera, entre los partidarios del antiguo régimen (incluyendo parte de las fuerzas armadas) y los partidarios del cambio respecto a los pasos de la reforma. Aquí se encuadran las divergencias sobre las fases electorales y constitucionales que han instaurado los militares en Egipto; las sucesivas renuncias del presidente de Yemen; o los intentos de cambio sin afectar a las monarquías en Jordania y Marruecos.

Un caso especial es Arabia Saudí, donde el Gobierno ha realizado un doble movimiento de inyectar más dinero en la propia sociedad –como también ha hecho Omán– y en otras de la región, a la vez que envía tropas a Bahréin para frenar las revueltas. Pese a ello, hay signos de rebelión en ese país y en los del Consejo de Cooperación del Golfo.

Los resultados electorales en Túnez, Egipto y Marruecos indican que el cambio estará marcado por la tensión entre organizaciones islamistas y seculares. Los islamistas se agrupan en diversas facciones y tendencias entre moderados, conservadores y ex radicales. La dinámica entre ellos, la relación con los partidos no islamistas y cómo respondan a las demandas democráticas serán factores importantes.

La tercera tensión es la relación entre los actores de la revuelta y la representatividad en las instituciones. Muchos de los jóvenes (65% de la población de la región), y especialmente las mujeres, que han participado en el levantamiento social contra los regímenes represivos se encuentran, o pueden encontrarse, con una falta de representación de sus aspiraciones. Igualmente, las minorías, especialmente la cristiana, temen que la falta de representación aumente su situación de riesgo. El triunfo del partido de los Hermanos Musulmanes en Egipto, y el gran número de votos de Nour (partido de los salafistas, islamistas radicales) entre sectores marginales y parte de la clase media, convertirán en campo de batalla político las demandas de igualdad entre hombres y mujeres y los deseos de modernidad.

Pero los islamistas tendrán que aceptar las reglas del juego parlamentario, de la sociedad civil y de los medios de comunicación. No podrán imponer regímenes teocráticos como en Irán porque el modelo más atractivo entre la población es el del islamismo moderado de Turquía. De hecho, para los islamistas, un seguro de vida político sería establecer alianzas de uni

dad nacional con los liberales seculares, algo que precisarán para gobernar y afrontar el duro proceso de modificar los modelos económicos de países que han tenido un notable crecimiento, pero con una inmensa desigualdad en la distribución del ingreso. Lo más importante es que los gobiernos apliquen políticas integradoras que eviten los conflictos sectarios por identidades a la vez que satisfagan las demandas de democracia, empleo, salud, vivienda, educación y fin de la corrupción.

Desde fuera, Estados Unidos y Europa deben cambiar sus políticas en seis campos. Primero, no boicotear a los islamistas si llegan al poder, como hicieron en Argelia y el territorio ocupado de Palestina. Segundo, no apoyar a gobiernos corruptos a cambio de acceso al petróleo y gas, y sus reinversiones en Occidente. Tercero, no promover el mismo modelo neoliberal que fracasó en la región y que ha provocado la crisis en Europa y EE.UU., sino políticas que generen empleo. Cuarto, abrir los mercados a las nuevas democracias. Quinto, apoyar la creación de un Estado palestino. Sexto, no atacar a Irán. Un año después de que un vendedor ambulante se inmolara en Túnez, el despertar árabe no ha hecho más que empezar. El proceso durará décadas. Sus resultados son imprevisibles, pero difícilmente haya una vuelta atrás.

Por Mariano Aguirre, director del Norwegian Peacebuilding Resource Centre, en Oslo.

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