Líneas rojas en la lucha contra el fraude fiscal

Hemos asistido recientemente, con estupefacción, al espectáculo provocado por ciertos casos relacionados con la famosa lista de 705 personas -el número exacto varía en función de la fuente consultada- que se acogieron a la regularización tributaria extraordinaria en 2012 (vulgo, amnistía fiscal). Dado que dicha nómina de contribuyentes es objeto de especial escudriño por parte de la Agencia Tributaria, y una vez reposado el polvo del estruendo mediático y político, toca ahora reflexionar con cierta distancia acerca de las consecuencias, implicaciones y recorrido del celebérrimo modelo 720 como ariete en la lucha contra el fraude fiscal.

Dicho modelo -sin duda la estrella de la amplia gama de formularios y declaraciones fiscales que acechan al contribuyente- no es otra cosa que la declaración que todos los residentes fiscales en España deben hacer con carácter anual para informar a Hacienda de los bienes y derechos que tengan en el extranjero. No es, por tanto, una declaración que sirva de base para ingresar cuota alguna en el Tesoro, dado que su finalidad es meramente informativa y no recaudatoria (al menos, con carácter inmediato).

Líneas rojas en la lucha contra el fraude fiscalA estas alturas de la cuestión son bien conocidas las apocalípticas consecuencias que aguardan a quien incumpla esta obligación, es decir, a quien no presente el modelo 720 o lo haga fuera de plazo. Las más impactantes: la liquidación como ganancia injustificada de patrimonio de los bienes situados en el extranjero, la imposición de una sanción del 150% sobre la cuota resultante -con algún controvertido matiz técnico- y, finalmente, la imposibilidad de alegar el origen prescrito de tales bienes.

La gravedad de las consecuencias del incumplimiento es de tal magnitud que la Comisión Europea ha abierto una investigación y todo indica que propondrá la incoación de un procedimiento de infracción al Estado español.

En primer lugar, la Comisión razona que la sanción del 150% podría resultar desproporcionada en relación con infracciones similares de las normas internas españolas relativas al Impuesto sobre la Renta. Y, en segundo término, entiende que, por lo que respecta a la imposibilidad de probar la adquisición de los bienes en un ejercicio prescrito, la normativa española podría infringir el Derecho de la Unión Europea (UE) en lo que se refiere a los bienes situados en la UE y que estén sujetos a cierto grado de intercambio de información.

La batería de medidas fiscales que el Gobierno promulgó a raíz de la amnistía fiscal de 2012 tuvo un marcado carácter de ley de punto final, esto es, de última oportunidad para regularizar las cuentas con la Agencia Tributaria. Quien se acogiera, lo haría a un coste atractivo; quien no, atuviérase a las consecuencias, porque caerían sobre él las 10 plagas de Egipto, reducidas finalmente a tres (ganancia injustificada, sanción del 150% e imprescriptibilidad). Fueron, en suma, un conjunto de normas bienintencionadas enmarcadas en la lucha contra el fraude fiscal, dictadas al calor de un procedimiento de regularización extraordinario que supuso un enorme coste político para el actual Gobierno (nótese la vigencia de la teoría del palo y la zanahoria), pero que ha cruzado ciertas líneas rojas que, desde un punto de vista jurídico -el único que aguanta con cierta dignidad los inevitables vaivenes políticos-, son de obligada observancia.

Hace tiempo que España dejó de ser una isla -políticamente hablando-, pero desde su incorporación a la UE y consecuente asunción del acervo comunitario también dejó de ser una ínsula jurídica. Se produjo, por tanto, una cesión unilateral de soberanía que exige la adecuación de la legislación nacional al Tratado de Funcionamiento de la UE y a las prácticas y criterios que lo interpretan. Que ahora la Comisión Europea cuestione estas normas (con sólidos indicios de infracción por parte del Estado español) no es en absoluto una buena noticia. ¿No sería más prudente redactar las normas -en particular las fiscales- con un ojo puesto en Bruselas, que en la práctica viene funcionando como una instancia supranacional, como afortunadamente ya se hace con la Constitución? No parece que sea la actitud de moda entre nuestros legisladores.

Se dirá, con razón, que el control ejercido por Bruselas -que acaso desemboque en una anulación de la norma- responde al funcionamiento normal de las instituciones y, en consecuencia, a qué rasgarse farisaicamente las vestiduras; más bien -se añadirá con lógica aplastante- cabría felicitarse por el engrasado funcionamiento y correcto engarce entre las instancias nacionales y comunitarias como un síntoma de normalidad jurídica. Cierto. Pero no parece sensato perder de vista los evidentes costes jurídicos, sociales y de reputación (el daño al principal intangible del país, la marca España) que las condenas de la UE acarrean, y que se podrían evitar con un mínimo de celo. Primera línea roja.

Si algo caracteriza jurídicamente a España es que se trata de un estado extremadamente garantista. Y aunque suene extravagante, también lo es -¿o más bien lo era?- en materia tributaria. La tendencia se inicia en 1998 con la disruptiva Ley de Derechos y Garantías de los Contribuyentes, y se consolidó en años posteriores con la Ley General Tributaria y sus retoques sucesivos. ¿Dónde quedan ahora las garantías del contribuyente frente al ius puniendi del Estado, en caso de no presentación o presentación tardía del modelo 720? Ya no puede invocarse la prescripción -entendida ésta como un límite a la facultad sancionadora del Estado-, y por tanto el infractor se verá eternamente expuesto a la capacidad punitiva de la Administración. En otras palabras, una infracción administrativa -es esencial resaltar esto- que no prescribe. Debe ser que esta conducta del contribuyente reviste especial gravedad y merece el más duro de los reproches, máxime si se compara con los delitos más abyectos de nuestro Código Penal (los de sangre) que, como es bien sabido, sí prescriben. Segunda línea roja.

Y, por último, la tercera línea roja, como una ramificación de la anterior.

Toda legislación debe respetar un principio elemental: la coherencia. Dicho concepto se traduce en variadísimas facetas, pero quizá la más relevante consista en la prohibición de incurrir en contradicciones. Las normas, por definición y sentido común, han de ser claras, simples y desde luego han de ofrecer soluciones congruentes. No caben, por tanto, escenarios absurdos e ilógicos. Y es aquí donde el modelo 720 y normativa circundante presentan la peor cara: se llega a conclusiones aberrantes. De tal modo que obtiene un mejor trato fiscal el contribuyente incurso en delito fiscal (más de 120.000 euros de cuota defraudada), quien podrá invocar en sede penal la prescripción del crimen -amparado en el propio Código Penal-, que el mero infractor administrativo (menos de 120.000 euros de cuota defraudada) quien, privado de las garantías que da el Código Penal, no podrá alegar la prescripción de su infracción y quedará expuesto al castigo ad perpetuam. ¿Es éste un escenario deseable?

En definitiva, no todo vale en la lucha contra el fraude fiscal. Los límites -creemos- son nítidos: los principios generales del Derecho y las garantías constitucionales que, por otra parte, no son sino la expresión de las normas básicas de convivencia que en su día este país adoptó. Traspasar alguna frontera consolidada puede resultar rentable a corto plazo, pero tendrá nefastas consecuencias a la larga. La víctima, esa sospechosa habitual: la seguridad jurídica.

Juan Alberto Urrengoechea Salazar es abogado, socio fiscal del bufete de abogados Roca Junyent.

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