Liquidar al otro

Las elecciones que dan un reparto igualado de escaños son recibidas siempre con una conclusión falaz: los votantes reclaman diálogo y acuerdo entre diferentes. No. Cuando las urnas dibujan un panorama tan fragmentado como el que ofrecieron el 27-S y el 20-D, al dividirse los ciudadanos entre opciones que se han empeñado en mostrarse divergentes durante la campaña, sólo cabe discutir sobre si la sociedad ha reproducido o ha inducido la fractura partidaria. La moraleja sobrevenida de la llamada al pacto de gobernabilidad por parte de ciudadanos conscientemente divididos en su voto no tiene ninguna base. De ahí que sea necesario plantearse qué es peor en términos democráticos: convocar nuevas elecciones para devolver a la gente la responsabilidad de desempatar el escrutinio o forzar compromisos que enmienden paternalmente la divergencia ciudadana.

Las sociedades democráticas se diferencian de aquellas que se encuentran sometidas a regímenes dictatoriales o autoritarios en que las primeras son merecedoras de las consecuencias de su ejercicio del sufragio universal. Estos últimos días algo de las envidias patrias se ha dirigido hacia países del resto de Europa que viven con naturalidad coaliciones transversales de gobierno para resaltar los déficits que afectan a la dinámica partidaria por estos lares. Como si el problema evidenciase únicamente la falta de madurez de la clase política y la supeditación –legal y consuetudinaria– de todo el entramado institucional al dictado de la mayoría de gobierno.

La raíz de nuestro drama particular se encuentra en la pulsión –tanto política como social– de acabar con el adversario como fuente inspiradora de todo movimiento táctico y de toda presunción estratégica, sea mediante pacto o por enfrentamiento. Es lo que apunta al cambio de cultura política que precisaría nuestro país para vivir cada confrontación electoral como una prueba que no se supera más que logrando gobernar tras las elecciones. Logrando materializar siquiera una parte del programa comprometido con los electores. Pero renunciando al mismo tiempo a utilizar la jugada para desembarazarse de socios y contrincantes.

Las severas críticas que merecen los partidos no pueden acabar en su demonización cuando entre dos tercios y tres cuartas partes de los ciudadanos los secundan, según se trate de unas elecciones u otras. Tampoco parece conveniente regodearse en la singular peripecia que viven sus líderes cuando quedan a flote sin triunfar. Qué decir de las propuestas que apuntan a salidas dispuestas a dejar de lado a los electos para pergeñar gobiernos de meritorios independientes que, aunque sea de manera transitoria, nos saquen del atolladero. Como si la democracia pudiera hacerse realidad de gobierno al margen y por encima de las personas que se hayan postulado para ser votadas y se hayan arriesgado a no serlo.

La primera reforma que debiera introducirse en la Constitución es la que exigiera ser diputado o senador para acceder a la presidencia del Gobierno, y a que cuando menos lo fuese también la mitad más uno de los integrantes del Consejo de Ministros. Nuestra democracia constitucional es en exceso un sistema de partidos. Pero su regeneración ha de basarse en la limitación del poder partidario y en la democratización de su funcionamiento interno, no en su desprecio ni en la banalización de su papel. Ha de basarse en la petición constante de responsabilidades y en la demanda de solvencia para asumir tareas de gobierno. Porque la corrupción no es su único problema. Empiezan a serlo también las ocurrencias –tipo una presidencia coral para la Generalitat– que pretenden flexibilizar hasta el absurdo el funcionamiento de las instituciones. O la introducción pactada de condiciones por parte de quienes en ningún caso –la CUP– asumirían la responsabilidad de gobernar.

No hay puntadas sin hilo estos días. Es lo que tratan de simular los principales protagonistas. Intenciones e intereses se engalanan de argumentos que pueden extraviar a cualquiera. Como el significado de las votaciones en las pistas de atletismo de Sabadell. La política tiende a olvidarse de que no cuenta con un espacio infinito para que sus múltiples actores pretendan hacer realidad sus respectivos sueños. Y es en ese punto donde se pierde la nueva legislatura, la catalana y la española. La insistente noticia de que no todo es posible provoca desafección entre quienes reivindican lo suyo. Pero si los partidos están obligados a tomar nota del dato, son los electores quienes deben asumir de una vez sus consecuencias.

Kepa Aulestia

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