Lisboa, camino o posada

La historia del Tratado de Lisboa que entra hoy en vigor comenzó hace nueve años cuando los gobiernos signatarios del Tratado de Niza aprobaron una declaración -la 23- en la que hacían un llamamiento a una reforma en profundidad de las instituciones, las bases jurídicas y los procedimientos decisorios de la Unión Europea. Este «repensar Europa» venía motivado por dos razones. Por un lado, los Tratados fundacionales que databan de 1957 y habían sido parcialmente modificados en numerosas ocasiones, requerían de algo más que una puesta a punto. Por otro, la ampliación más ambiciosa de su historia exigía un nuevo pacto refundacional para la Unión Europea.

En esta tarea se afanó durante 2002 y 2003 una Convención que elaboró un proyecto de Tratado constitucional, finalmente aprobado por los gobiernos europeos en una Conferencia intergubernamental durante la primavera de 2004. Y aunque los españoles apoyamos abrumadoramente el Tratado constitucional en el referéndum celebrado el 20 de febrero de 2005, no corrió la misma suerte ni en Francia ni en Holanda. Se produjo un parón de casi dos años y fue necesario convocar otra Conferencia intergubernamental que abandonó el concepto constitucional, los símbolos e introdujo rebajas por doquier en numerosos capítulos donde la Convención había logrado significativos avances con el objetivo, saludable en sí, de lograr un acuerdo; lo que acaeció con la firma de un nuevo Tratado -conocido como Tratado de Lisboa- el 13 de diciembre de 2007. Vuelta a comenzar con el proceso de ratificación y nuevo traspiés en Irlanda durante la primavera de 2008. Nuevas deliberaciones, más cambios, más rebajas, serio riesgo de echar todo al traste como recordé en un pleno del Parlamento europeo cuando alerté que al Tratado le acechaba el mismo peligro que al pez del relato de Hemingway «El viejo y el mar»: que de él sólo quedaran las raspas al llegar a puerto... No fue así, aunque se introdujeron más cambios -siempre a peor-. Después, repetición del referéndum irlandés, esta vez con éxito, suspense con la sentencia del Tribunal constitucional alemán, incertidumbre ante la actitud del Presidente de Polonia, chantaje de última hora del Presidente de la República Checa hasta que la fumatta bianca anunció el fin de las hostilidades.

De este largo proceso, más propio de un guión de cine que hubiera satisfecho por igual a Woody Allen y Alfred Hitchcock, pueden extraerse varias enseñanzas. En primer lugar me parece obligado recordar, aunque pueda parecer obvio, las dificultades que la revolución numérica introduce en la Unión Europea. Tomar acuerdos a veintisiete y por unanimidad se ha convertido en una tarea más propia de Hércules que de vulgares mortales. La inexistencia de una opinión pública europea constituye otro lastre. Pondré un ejemplo: el Tratado Constitucional fue rechazado en Francia por ser demasiado «liberal»; en Gran Bretaña ese mismo texto hubiera sido rechazado por ser demasiado... «social». Por último y pese a que, hace más de cincuenta años, Jean Monnet nos instaba a pensar como europeos, lo cierto es que los intereses nacionales siguen primando sobre la ambición europea y algunos gobernantes encumbran la soberanía a cimas que harían enrojecer al mismo Bodino.

Si el Tratado de Lisboa no supone el big bang soñado y anhelado ¿qué razones hay para apoyarlo? En una conferencia dictada en Berlín a finales de los años cuarenta, Ortega recordaba a un envejecido Miguel de Cervantes, desengañado por la usura del tiempo, quien afirmaba que en ocasiones la vida nos ponía ante la disyuntiva de «ser camino o ser posada». Utilizando la imagen cervantina, los Tratados actuales son posada, el de Lisboa es camino. Porque no cabe duda alguna de que con sus lagunas, sus imperfecciones, incluso con sus carencias, el Tratado de Lisboa es mejor, mucho mejor que los Tratados actuales. Porque frente al quedarse quieto, nos muestra un camino. El que proclama la Carta de los derechos fundamentales como el ADN de los europeos e incorpora, con especial incidencia, los derechos sociales; un camino más democrático donde el Parlamento europeo adquiere mayores competencias y se sitúa en pie de igualdad con el Consejo, donde por vez primera los Parlamentos nacionales participarán en la legislación europea para garantizar el respeto al principio de subsidiariedad, donde los ciudadanos tendrán voz para impulsar iniciativas populares. Un camino que aboga por la eficacia para que las políticas europeas constituyan un valor añadido en la vida de nuestros conciudadanos con procedimientos decisorios donde será más fácil aprobar que bloquear. Un camino que por vez primera desde los Tratados fundacionales modifica sus instituciones con la creación de un Presidente permanente del Consejo europeo en sustitución de las presidencias rotatorias y de un Ministro de asuntos exteriores, que al mismo tiempo es Vice-Presidente de la Comisión, con mayores capacidades políticas, financieras y operacionales. Por cierto que el reciente nombramiento de estos dos relevantes cargos ha dado lugar a declaraciones sorprendentes. Así, se ha tachado a Herman van Rompuy como un personaje «gris y ultraconservador».

¡Ultraconservador un democristiano belga epítome del centrismo! ¡Gris un político que ha logrado superar con sobresaliente la crisis más profunda de la historia reciente de Bélgica! Vaya despropósitos...
El camino que abre el Tratado de Lisboa es el que nos permitirá hacer frente al aumento de los riesgos estratégicos ligados al terrorismo y a la proliferación nuclear, el que deberá abordar la nueva situación creada en el mundo por la globalización y la revolución tecnológica, el que deberá dar respuesta a los retos del cambio climático. Y qué decir de la situación económica después del terremoto causado por la crisis financiera del año pasado. Europa se encuentra ante una tesitura frente a la que no cabe la política del avestruz: o apuesta por el crecimiento económico, la reforma de sus mercados, el logro de mayores cuotas de competitividad y un sistema eficaz de supervisión o será incapaz de afrontar con éxito la pujanza de la economía norteamericana y los nuevos vientos provenientes de China o India. Asentada en los principios y valores que unen a los europeos, la Unión deberá ser valedora de un modelo social que, con sus imperfecciones, presenta innumerables ventajas. En la tarea que comienza hoy, el Presidente de la Comisión, José Manuel Durao Barroso, ha obtenido la legitimidad política necesaria para poner manos a la obra. Cuenta además con el respaldo de su familia política, mayoritaria en el Consejo europeo y en el Parlamento. Le atañe la responsabilidad de evitar que Europa se enclaustrase en su ensimismamiento, se recree en sus crisis, espere a un mundo que no va a detenerse para que resuelva sus dudas y vacilaciones. Para esa tarea debe emprender el camino que traza el Tratado de Lisboa. Para los que queríamos y queremos más, nos queda el consuelo de lo que Paul Valery afirmaba de todo poema, «nunca se termina, sólo se abandona». Cuando llegue el momento, allí estaremos para retomar el camino.

Íñigo Méndez de Vigo, diputado europeo. Presidente del Colegio de Europa.