Literatura como subversión

Una amplia experiencia de conferenciante por Universidades europeas y americanas permite anotar ciertos temas recurrentes: se cuestiona la legitimidad de la literatura africana expresada en «lenguas extranjeras»; se minusvalora su utilidad en sociedades «incultas», por los bajísimos niveles de alfabetización; se subraya su «inmadurez» al considerarla «narcisista». Planteamientos que abocan a conclusiones rebosantes de prejuicios: su presunta artificialidad e inutilidad. Para muchos occidentales, la literatura escrita africana sería un «lujo» destinado al deleite de los vientres bien nutridos del mundo desarrollado, principales consumidores de bienes culturales.

La «Teoría de la Negritud», ideada por colonizados francófonos en el período de entreguerras, inoculó en las mentes de todos determinados conceptos falaces vigentes desde entonces. El deslumbramiento generado por el espaldarazo otorgado por figuras emblemáticas como Jean-Paul Sartre, junto a la mala conciencia ante injusticias de siglos, enfoscó su rasgo esencial: lamento de seres despersonificados, despojados de asideros espirituales, cuya impotencia espoleaba la reinvención de valores negados por la esclavitud y el colonialismo, convertidos en «armas» contra la opresión. En otros ámbitos lingüísticos africanos fue menos traumática la alienación. Por fortuna, las generaciones poscoloniales han superado aquellos complejos, bien descritos por la escuela freudiana y por Frantz Fanon. Al carecer de «enemigos» culturales, idiomas otrora impuestos se han convertido en propios, tan propios como los autóctonos. La mayoría de los escritores negroafricanos ni se consideran «ladrones de lenguas», ni sienten orfandad.

La excelencia literaria de Chinua Achebe, Wole Soyinka o John Pepper-Clark no está construida según los cánones gramaticales de Oxford y Cambridge: se acerca al habla de los estibadores de los puertos nigerianos de Lagos y Calabar. El francés de Ahmadou Kourouma, Mongo Beti o Sony Labou-Tansi se aleja del purismo academicista parisiense, al adoptar vocablos, giros y expresiones característicos de Abiyán, Yaúnde o Brazzaville. Germano Almeida, Pepetela y Paulina Chiziane no imitan a Camoens: fabulan en portugués caboverdiano, angolano y mozambiqueño; igual que María Nsue, Francisco Zamora y otros prosistas y líricos de Guinea Ecuatorial, cuya escritura no refleja el español de Burgos o Cochabamba, sino la sintaxis y los modismos de Bata y Malabo. De este modo, lenguas de origen europeo –vivificadas y enriquecidas– son hoy valiosísimos instrumentos de comunicación de emociones, ilusiones y frustraciones africanas, vehículo de intereses culturales propios proyectados hacia lo universal. Con un resultado esplendoroso.

Sería una perogrullada en otro contexto, pero conviene recordar que, para leer en wolof, es preciso saber leer. Sin la promoción de la alfabetización, resulta estéril el debate sobre la lengua en que se escribe. El atraso africano se debe al fomento de la ignorancia como otro eficacísimo engranaje de dominación. No se potencian las lenguas nativas, varias de las cuales desaparecen. ¿Cuál escoger como «lengua nacional» en países pluriétnicos, cuando el privilegio agraviaría a las otras, exacerbando conflictos reales, latentes o imaginarios? Cada una de las 2.500 lenguas nativas africanas, incluidas las mayoritarias, requiere una normativización previa de sus múltiples formas dialectales. Cuestiones todas ellas capitales, cuya solución es responsabilidad de estamentos ajenos al quehacer del escritor. ¿Deben éstos aparcar su vocación a la espera de que políticos y lingüistas decidan abordarlas, en países caracterizados por la desidia desculturizadora? Las literaturas escritas en lenguas africanas –con nula proyección fuera del terruño– florecen, sobre todo, en territorios donde el modelo fue de desarrollo separado, con el apartheid como expresión prístina. ¿Opción razonable, edificante, imitable?

Dejó de ser políticamente correcto, pero algún varón desdeña la llamada literatura de género, considerada «cosas de mujeres». También se produce el fenómeno contrario. ¿Qué decir ante tanta poquedad? Sólo reivindicar la grandeza de la literatura: su dimensión de anticipación, de ensoñación, de revolver en la ominosa realidad con el propósito de alterarla. Incuestionable la influencia decisiva de las escritoras para propiciar la nueva mentalidad que desemboca en la igualdad. Tampoco se puede ignorar que Las uvas de la ira, de John Steinbeck, concienció a la sociedad estadounidense hasta modificar las condiciones de vida y trabajo de los jornaleros de California. Y la actividad de novelistas, poetas y dramaturgos afroamericanos como James Baldwin, Ralph Ellison, Richard Wrigth o Le-Roi Jones activó de manera determinante la lucha por los derechos civiles de la minoría negra. La literatura es particularmente imperiosa en el África poscolonial: prosigue la tarea de denuncia de los mecanismos de manipulación de la oprobiosa casta que secuestró en su beneficio exclusivo unas independencias que ni liberaron ni dignificaron a los africanos. Tópicos al margen, el atributo distintivo de la cultura africana –y por ende la literatura, oral o escrita– reside en el utilitarismo: no se concibe el «arte por el arte»; la belleza es inútil si carece de utilidad. Y al revés: todo utensilio debe ser armonioso, no tosco. Peculiaridad antitética con la noción occidental, por ello imperceptible e incomprendida. Debido a esa eficiente capacidad de transgredir el discurso único, subvertir las mentes para no conformarse con lo aparente, persuadir para abandonar mitos y caminos trillados y atreverse a explorar más allá del horizonte, los creadores honestos y díscolos padecen la inquina de los poderes constituidos. A menudo son represaliados, encarcelados, exiliados, asesinados.

¿Para quién escriben los africanos? Como cualquier otro del oficio, no importan época o lugar, se limitan a cumplir un cometido básico: dar testimonio de su tiempo. ¿Cuántos coetáneos leyeron a los autores del Renacimiento y del Siglo de Oro, a la Generación del 98 y del 27, a Dostoievski y un largo etcétera, si sus sociedades eran abrumadoramente iletradas? ¿Ello invalida su obra? Trabajo solitario por excelencia, que sólo requiere sensibilidad e imaginación: hurgar en el alma –la suya, trasunto de todas–, sumergirse en el desorden íntimo que produce la angustia, ese desequilibrio que impide alcanzar el sueño de la felicidad. La temática es reiterativa en todas las culturas desde los albores: el misterio del ser y la existencia, el amor, la naturaleza y las servidumbres del poder, la relación con el entorno, la muerte. Obsesiones ontológicas compendiadas en cada experiencia individual, en cada vida única. Luego, aquí o allá, la literatura es necesaria, útil, perenne.

Donato Ndongo-Bidyogo, escritor.

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