Literatura y mercado

Durante muchos años, más de un siglo, el tema recurrente sobre el que se desmelenaban los críticos literarios y los lectores consistía en algo que hoy nos parecería risible: si lo importante era el fondo o la forma. Aún hoy las biografías académicas huyen como de la peste para evitar contarnos de qué vivían los escritores del siglo pasado, no digamos ya del anterior. La panadería de don Pío Baroja, la fábrica de jabones de José María de Pereda. Se puede decir que los únicos que vivían de sus novelas eran Blasco Ibáñez, que sabía vender su obra en todo el orbe, incluida la mina de Hollywood, y también el discreto Pérez Galdós, que acabó montándoselo de editor, distribuidor y empresario de sus propias obras.

Una de las estupideces convencionales, repetida por la familia de Ortega y Gasset hasta la saciedad, es que su padre vivía de los libros. De los libros, hasta que se introdujo el mercado, no vivía casi nadie y casi siempre no eran buenos. ¿Se imaginan a Mallarmé viviendo de la poesía? ¿O a Cernuda, Salinas o Guillén, sin un respaldo académico? Aún recuerdo lo patético de Rafael Alberti pasando la gorra a quien se pusiera delante y humillándose hasta la vergüenza ajena. Había que vivir. ¿Y de qué vive el poeta?

Las cosas no han cambiado, pero son diferentes. Al menos en un detalle significativo: el mercado, el gran mercado, entró en el mundo del libro y esto marcó una huella definitiva. Es verdad que un texto podía ser un éxito que hiciera rico a un tipo, pero se acababa ahí. Carecía de continuidad. Fue el caso de Papillón, un hampón que supo utilizar sus recursos para contar una historia en un momento oportuno. La más llamativa de las estafas del mercado que yo recuerde se titulaba Juan Salvador Gaviota, y aún es el día que no entiendo qué tenía aquella simpleza de libro donde reflexionaba con ambición de altura celeste una gaviota.

Podría hacer un esfuerzo de memoria y sacaría más del capazo de la llamada entonces “literatura comercial”, y hoy simplemente y con mayor sinceridad: fabricación de best seller. No tiene la mayor importancia, o no la tenía, pero introducía una variante que inquietaba, porque mucha gente creía estar leyendo literatura. Y desde entonces estamos en este lío. Se pueden vender grandes libros en cantidades industriales, pero la fórmula no garantiza que sea verdad la formulación inversa: vender muchos libros no hace que un libro sea bueno, y más en países en los que la tradición lectora, históricamente, se mantiene bajo mínimos.

Este largo exordio viene a responder a una inquietud. Cuando amigos y lectores te reprochan que los libros que tú animas a leer no los encuentran en las librerías. Ni la culpa es suya ni mía, es de ese monstruo que domina nuestra existencia y se denomina mercado. Ni el librero conoce la editorial y, en ocasiones, no sabe ni cómo pedir el libro. El oficio de librero, mantenido dignamente aún hoy por un puñado de temerarios de la cultura, se acaba. Ocurrió con otros oficios vinculados a la historia de la cultura. Ahora se mira en el ordenador. ¿Está o no está? ¿Es accesible o no es accesible? ¿Descatalogado o en búsqueda de librerías de viejo?

El trabajo que están haciendo en España las pequeñas editoriales en los últimos años sólo es comparable al de las revistas literarias que proliferaban en los años del franquismo y que tenían una vida breve y una ambición infinita. Las razones no tienen nada que ver con las de antaño, ahora sencillamente se trata de suministrar al lector lo que el mercado no es capaz de asimilar ni de hacer rentable y que en la mayoría de las ocasiones acabará constituyendo un hueco, un agujero insondable de nuestra cultura.

Un ejemplo actualísimo. ¿Alguien se imagina que yo pudiera titular “Lo poco que sé de Glafcos Zrasakis”? Pensarían que lo mío ya no tiene solución. Pues bien, se lo voy a precisar mejor. Una pequeña editorial de provincias sin ambiciones de grandeza, baste decir que se llama Hoja de Lata, acaba de publicar uno de esos libros que marcan época: Lo poco que sé de Glafcos Zrasakis. Una novela que se emparenta con la gran literatura centroeuropea, nada que ver con la nuestra. Un trabajo de muchos años y escrita por un autor, Vasilis Vasilicós, que probablemente en España habrá publicado quizá un libro del que ni los del oficio nos hemos enterado.

Vasilis Vasilicós quizá esté fuera de nuestra cultura, o al menos de nuestro mundo cultural, porque tratándose de un escritor de un centenar de textos, entre prosa y poesía, y a punto de cumplir 80 años, no he vuelto a oír hablar de él desde hace 45 años. ¿Quién de mi edad no vio aquel filme impactante, hoy olvidado, que se titulaba sencillamente Z? Es verdad que lo hubo de ver en París o en cualquier sitio que no fuera España porque la película no se proyectó jamás en vida del Caudillo.

Z como novela (1967) no la leí nunca -no hay edición castellana, que yo sepa, y por tanto merezco la ironía de Vasilis Vasilicós en su reciente visita a España, casi clandestina, donde con sarcasmo anuncia cuál será su epitafio, “aquí yace el autor de Z”. Quizá porque para nosotros él nunca existió, quizá porque otra generación cuya mayoría ni lee ni siente pero padece, sólo hay una Z y es la película (1969). Algo que conmovió a esa misma generación antifranquista en los prolegómenos de su larga decadencia. Director, Costa Gavras. Guionista, Jorge Semprún en su época más radical, que no le duraría mucho. Música, Mikis Theodorakis. Protagonistas: Yves Montand y Jean-Louis Trintignant, dos grandes en una interpretación sentida como si fuera su aportación a la tragedia griega de un golpe militar, organizado por la OTAN, cuya dictadura duraría siete años y medio, y que dejaría una estela de muerte, tortura y desolación. En España, por entonces (1969), acababa de terminar el “estado de excepción” tras el asesinato del estudiante Enrique Ruano por la Brigada Político Social. Un detalle para la memoria: sus tres ejecutores policiales serían laureados años más tarde por el ministro socialista del Interior, el inolvidable Barrionuevo.

Pero ahora toca hablar de Lo poco que sé de Glafcos Zrasakis, un libro que lo tiene todo para no triunfar -una portada horrenda, petición del autor, donde se morrean Brézhnev y Honecker, cuando aún existía el socialismo real y no se había caído el Muro de Berlín- pero un auténtico hallazgo para aquellos lectores que por supuesto hayan dejado los pañales hace años y que contemplen las cosas con la brutalidad, el descaro y la desfachatez que Vasilis Vasilicós imprime al relato. La reconstrucción de un excomunista, derrotado de todo, en un mundo del exilio y la guerra fría, como era el griego, masacrado por los militares, apoyados por la OTAN, insisto para orientación de analistas reclutas.

Apenas tenemos idea de la Grecia moderna, de su complejidad bajo el dominio turco, de su liberación, de su guerra civil iniciada exactamente cuando terminaba la II Guerra Mundial y a la que hace un homenaje la última página del libro: “Terminado de imprimir el 30 de enero de 2014, aniversario del primer capítulo de la Guerra Fría: la llamada de auxilio de Gran Bretaña a EE.UU. para derrotar a la terca resistencia griega”. Fíjense si no tendremos ni idea de la Grecia moderna, que hace años y en previsión de un viaje a Grecia se me ocurrió ponerme en contacto con un fantasma y rijoso catedrático de griego antiguo de la universidad central de Barcelona. Había escrito mil chorradas sobre Ítaca, al estilo de Llach o del presidente Mas, y me interesaba saber cómo era Ítaca. Confesó sin ambages, él, supuesto especialista en la Odisea, que jamás había estado allá y que no tenía el más mínimo interés en ir.

Esta es la inteligencia que nos ha tocado en suerte, por eso les digo que no se desanimen, que si pueden sigan insistiendo a su librero pidiéndole Lo poco que sé de Glafcos Zrasakis, de Vasilis Vasilicós. Y repítanselo hasta que le quede grabado: lo editó Hoja de Lata.

Gregorio Morán

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