Llamamiento a la fraternidad

En estos tiempos de quenelles y plátanos, de odios rancios y clamores incendiarios, en estos tiempos de resentimiento generalizado y rivalidades vengativas, hay una palabra que se echa de menos y habría que reinventar: la palabra “fraternidad”.

Esta palabra no tiene buena prensa.

Pasa por el prototipo del significante flotante, en el sentido de los freudianos, o de la abstracción sin pensamiento, en el sentido de los hegelianos.

Hay quien dice que está vacía (Hannah Arendt), que es kitsch (Milan Kundera) o potencial y paradójicamente violenta (la fraternidad-terror de Sartre y, antes, de Robespierre).

Sin embargo, es una de las palabras más hermosas del lenguaje político moderno. Arriesgada, sin duda. Llena de trampas, por supuesto. Pero, a fin de cuentas, probablemente menos que las otras dos palabras de la divisa republicana, cuya confrontación tendría algo mortífero de no ser por esta especie de contrafuego: sin fraternidad, ¿la libertad no está condenada a engendrar esa sombra entremezclada de querer-vivir y dejar-morir que señalan, con razón, los críticos del liberalismo sin límites? ¿La fraternidad no es el antídoto contra ese riesgo totalitario que los tocquevillianos detectan, también con razón, en el corazón del ideal de igualdad y en su pasión por la equiparación?

Me refiero a la fraternidad según Malraux, que, partiendo de Barrès (culto del yo) y de Spengler (las civilizaciones como grandes bloques sin puertas ni ventanas, cerrados los unos a los otros), dedicó su obra (novelas, teoría del arte) y su vida (Guerra Civil española, maquis en Alsacia, gaullismo) a decir la gran aventura del alma sin Dios que, no obstante, aspira a la grandeza.

Me refiero a Camus mostrando cómo la fraternidad es la condición de la rebelión, no solo contra el mal y su cortejo de sufrimientos insensatos, sino contra el Calígula que duerme en cada uno (enséñame la maldición... edúcanos en la crueldad y la indiferencia a las desgracias del prójimo... a la llegada, la peste...).

Me refiero al Dostoyevski de las Notas de invierno respondiendo por adelantado al “nunca he podido comprender cómo se puede amar al prójimo” de Iván a Aliocha. También para él la alternativa es implacable: los hermanos o los demonios... la fraternidad o la muerte... tolerancia o barbarie...

Me refiero a Jan Patocka, el gran filósofo checo, el pensador de la disidencia y, por tanto, de la democracia posmoderna: su “solidaridad de los conmovidos”, su cadena de “náufragos” revelados por las “máquinas solteras” totalitarias y a los que solo una buena cordada puede salvar de la noche de la guerra de todos contra todos y del uno contra todos y cada uno, ¿qué es sino otro nombre de la misma fraternidad, del mismo llamamiento a la justicia y al reconocimiento del otro en su dignidad de otro? El hermano o la bestia... La vulnerabilidad a la vulnerabilidad de mi vecino o, para mí, la vulnerabilidad definitiva, sin solución ni salvación, fatal...

Y pienso, por supuesto, en Levinas, que es el gran pensador de una fraternidad concebida, no como la cursilería constante de una compasión universal ni, aún menos, como no se sabe bien qué llamamiento a la fusión de unos sujetos que descubren ser más semejantes de lo que parecía, menos “otros” de lo que se figuraban. La vieja y mala fábula de los caballeros del Origen perdido, todos hijos de la misma madre, es decir, de la misma comunidad de sangre o de fe y, por consiguiente, de la misma máquina de excluir a los malos hijos, a los que se salen de los moldes, a los apóstatas: el hermano, en Levinas, no es el mismo sino el otro; no es el idéntico, sino el singular; es el que ha comprendido que los derechos humanos, por ejemplo, no son primero los míos, sino los de ese “de otro modo que ser” que es el prójimo; es el “hecho originario” de un rostro que es conminación y plegaria, súplica y trascendencia; es ese “cara a cara” de subjetividades enfrentadas, sí, pero renunciando, o intentando renunciar, a esa persistencia en la “esencia”, a esa “participación” espontánea y natural, que son la fuente de su guerra y a las que Levinas opone la sorda e imperfecta, pero invencible voluntad de responder del otro...

Esta fraternidad no es una consigna, es un horizonte.

No es un programa, es un ideal, una perspectiva, una utopía.

No es el tercer término de una divisa gastada; es una idea reguladora que hace que los otros dos conjuren sus inclinaciones criminales.

Es lo que tenían en mente, hace 30 años, cuando se fundó SOS Racismo, los protagonistas de una hermosa aventura, extrañamente difamada durante estos últimos días, pese a que le debemos el haber mantenido, durante algún tiempo, a la bestia a raya.

Es la mentalidad que deberían recuperar, tanto a derecha como a izquierda, los republicanos preocupados por el retorno de las identidades-prisión, por el choque de comunidades que rivalizan protestas victimarias y en derechos que supuestamente les corresponden, ante el “viva el odio” generalizado.

Refundar.

Capear los malos vientos que soplan sobre una Francia desorientada y, como en la tragedia, fuera de sus casillas.

Una solución, para esto: la fraternidad.

Bernard-Henri Lévy es filósofo. Traducción: José Luis Sánchez-Silva.

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