Llamamiento a la serenidad

Tal vez haya que regresar a Dios para implorar serenidad ante la situación presente, fortaleza ante los cambios necesarios, resignación ante la evidencia de la distancia entre el deseo y sus resultados. En este solar ibérico donde abundan los incrédulos, laicistas y agnósticos, con cita del Deuteronomio bíblico o sin ella, en la pauta del desayuno presidencial de la plegaria en Washington, me parece recomendable ese retorno a las viejas usanzas, recabando la serenidad que a todos nos falta. Hay un eclipse de sensatez, en un abuso de la incompetencia de quienes dicen gobernarnos, de modo que incluso el sentido común puede adquirir dimensión revolucionaria. Ante el desconcierto absoluto, el flautista de Hamelin puede parecer un Lenin amenazante, un Zeus tronante si apelamos a Homero o a Virgilio. En verdad nada es más inquietante e innovador que la sensatez frente a los gobernantes, presos de una soberbia genuinamente ciega, antesala de la paranoia.

El primer problema es la ausencia de líderes auténticos, de estadistas clarividentes que ignoren la querencia del engaño, y acierten a convocar a duras jornadas de sangre, sudor y lágrimas, como hizo Winston Churchill después de la ignominia de Chamberlain en el Pacto de Múnich con el loco de Hitler. Aquella guerra que se trataba de evitar, llegó y arrasó Europa en 1939, tras el olvido de la dignidad de los supuestos estadistas. La medicina apropiada era la que Churchill recetó a su pesar, sin reparar en las urnas y los votos para su partido. Para un estadista, su partido es la defensa de la integridad y los intereses de sus ciudadanos.
El segundo motivo de perplejidad es la ceguera del cretino que rechaza la evidencia de las cosas. Por negarlas, no menoscaba su cretinez, por más que se empeñe en prodigar la felicidad necia del tonto de pueblo. Su obnubilación es el reflejo de su evidente ineptitud para retomar la consciencia de las cosas y los aconteceres.
Un tercer argumento lo ofreció el genial Lagartijo (Rafael Molina Sánchez), torero de ingenio y tronío, que así definió el arte de la tauromaquia: «Que viene el toro, se quita usted; que no se quita usted, lo quita el toro». Me parece la imagen del perfecto razonamiento, que ni Aristóteles hubiese sin duda mejorado en su tratado de lógica. Cuando los griegos no acertaban a dar con la solución en un enredo tremendo de la tragedia humana, apelaban a los dioses mayores o menores del Olimpo, o se remitían al Deus ex machina que tenía remedio para todo. Los hombres reconocían en tal supuesto su impotencia, pero del Olimpo o del mecanismo de la máquina descendía la alternativa a los improbables remedios humanos. Mas, cuando nadie atendió las profecías de Casandra, Troya pereció al ardid del caballo, y Príamo, Héctor, Paris y los héroes perecieron hundidos por la soberbia que cegaba sus ojos, según sentencia Homero. La deuda explosiva, la terquedad de los gobernantes, el toro del paro –con sus aditamentos de subvenciones y tutelas sociales– rematará al torero en lógica coherencia con la filosofía de Lagartijo. ¿Quién será nuestro torero?
Por último, mi razonamiento, fundamentado en la mitología clásica, guarda relación con el atroz síndrome de Hubris, infalible epílogo de las más brillantes carreras políticas. Afectó este virus a Hitler, a Margaret Thatcher, a George Bush, a Felipe González y, tal vez, al propio Tony Blair, tan admirado por quien esto firma, y a José María Aznar ante el aluvión de sinrazones para la guerra con Irak. (¿Qué tendrá la Moncloa que a sus moradores ciega u obnubila con la hipótesis de su superpoder?). Los síntomas denotan de nuevo la proclividad al error de perspectiva: una autoconfianza radical, un menosprecio de los buenos y prudentes consejos de sus adláteres, una enajenación progresiva de la realidad. Por experiencia histórica cabría denominarla paranoia de la Moncloa. Atacó en la Segunda República al literato Azaña, tal como se induce en sus memorias, a Niceto Alcalá Zamora, a quienes se resistieron a estimar los juiciosos avisos de Besteiro; finalmente a Negrín, a quien no le arredraban las circunstancias dramáticas de la contienda bélica inexorablemente perdida.

Un síndrome que describe David Owen, ex secretario de Exteriores británico, en su libro In sickness and in power (en la enfermedad y en el poder) como un trastorno mediante el cual «el poder intoxica tanto que termina afectando al juicio de los dirigentes». Según él, «las presiones y la responsabilidad que conlleva el poder terminan afectando a la mente». Se niegan a reconocer lo evidente (ni la crisis existía en el 2008 ni «hoy estamos mejor que hace seis meses»), hacen oídos sordos, enardecen sus imprudencias, adoptan decisiones erráticas y renuncian a reconocer la equivocación. De ahí a la megalomanía dista sencillamente una patología paranoide. ¿No recuerda el lector el libro de Vallejo Nájera Locos egregios? Frente al síndrome de Hubris, la sabiduría de los griegos aducía su antídoto, la némesis: el retorno a la realidad mediante un fracaso. Para entonces, ya es demasiado tarde, y quizá el único consuelo sea rogar a Dios por la serenidad de quienes dicen gobernarnos.

Manuel Milián Mestre, ex diputado del PP.