Llamar al terrorismo por su nombre

El terrorismo, ocurra donde ocurra, es un fenómeno que viola de manera sistemática, y en conjunto también masiva, los derechos humanos. Empezando por el derecho a la vida. Su práctica por parte de grupos armados de muy distinta orientación ideológica -aunque en nuestros días se trata sobre todo de organizaciones relacionadas con la actual urdimbre del terrorismo internacional- ocasiona cada mes, de acuerdo con los datos disponibles para este año y el pasado, entre 1.000 y 1.500 muertos y una cifra mucho más elevada de heridos. Muchas de esas personas, sin embargo, no son reconocidas como víctimas del terrorismo, ni, por consiguiente, lo son sus allegados más cercanos, que padecen asimismo en el seno de sus familias, rotas por la sinrazón, los embates de una violencia que, digan lo que digan los terroristas de uno u otro signo en la propaganda que emiten, se caracteriza por ser esencialmente indiscriminada. La inmensa mayoría de las víctimas que la violencia terrorista produce en estos momentos pertenecen a la población autóctona de países ubicados en el sur de Asia y Oriente Medio, sin olvidar el norte y este de África o América Latina.

Pero en el mundo de hoy continúa siendo atronadoramente elevada la proporción de víctimas del terrorismo, recientes o ya pretéritas, que no son reconocidas como tales. Y este hecho merece una reflexión profunda por parte de los actores estatales y no estatales que constituyen la comunidad internacional, por parte de las élites políticas que debaten sobre cómo prevenir el terrorismo y mitigar sus consecuencias. Que en este momento de la historia, cuando se conmemoran genocidios y se denuncian crímenes contra la humanidad, haya tantas y tantas víctimas del terrorismo ignoradas, que no son reconocidas en su condición, se explica en buena medida porque aún son demasiados los Gobiernos renuentes a llamar al terrorismo, cualquiera que sea ese terrorismo, por su nombre. Sin embargo, ésta es una conducta que en no pocas ocasiones encuentra acomodo en percepciones distorsionadas que todavía pueden observarse en algunos segmentos de las opiniones públicas nacionales, incluso en las del mundo occidental, donde persisten elementos reacios a aceptar la evidencia de que existe un terrorismo nacionalista o un terrorismo islamista.

Al terrorismo hay que llamarlo por su nombre, sin eufemismos de ninguna clase, con independencia de dónde acontezca, de quién lo perpetre, de cuáles sean las justificaciones que invoque para ello y de contra qué se dirijan los atentados. Introducir matices dependiendo del lugar, el autor, la finalidad o el blanco crea ambivalencias que, en última instancia, explotan en su propio beneficio los terroristas, que, por cierto, suelen acabar dirigiendo su violencia también contra aquellos mismos que matizan. Una de las implicaciones que tiene no llamar al terrorismo por su nombre -además de, entre otras cosas, perturbar la cooperación internacional contra dicho fenómeno- es que a menudo con ello se niega el reconocimiento oficial y social debido a las víctimas que provoca. Y esta ausencia de reconocimiento formal e informal de las víctimas del terrorismo supone el abandono a su suerte de quienes sufren las atrocidades de esa violencia en cualquiera de sus manifestaciones, que quedan desprovistas del apoyo moral y de la solidaridad material que necesitan.

En este sentido, España es una referencia internacional y se ha convertido incluso en un modelo a seguir por otras naciones cuyas poblaciones están asimismo afectadas por el terrorismo o consideran verosímil llegar a serlo, dentro o fuera de sus propias jurisdicciones estatales. Algo con lo que, en justicia, debería estar asociada la imagen exterior de nuestro país cuando se trata de las respuestas estatales al terrorismo y de hacer frente a sus consecuencias. En ningún otro país del mundo existe un marco de legislación o una cobertura institucional para proteger moral y materialmente a las víctimas del terrorismo, de cualquier tipo de terrorismo, que sea comparable a las iniciativas que los sucesivos Gobiernos españoles han desarrollado a lo largo de la última década y media, que ahora se piensa en revisar y ampliar. Ello obedece, desgraciadamente, a que los ciudadanos españoles se encuentran entre los más afectados de su entorno europeo por las actividades terroristas -principalmente, aunque no solamente, por las de ETA desde hace decenios, y más recientemente por las del terrorismo internacional, con los atentados del 11 de marzo en Madrid como trágico exponente-.

Ahora bien, incluso en España esas iniciativas de reconocimiento efectivo a las víctimas del terrorismo, con el desarrollo de sus correspondientes medidas, tardaron en ser decididas y no adquirieron carta de naturaleza hasta que las propias víctimas empezaron a movilizarse, casi tres décadas después de que existieran. Tras centenares de muertos y muchos más heridos. También entre nosotros hubo marginación y olvido de unas víctimas del terrorismo que se veían así doblemente victimizadas. Fueron ante todo el resultado de su propia acción colectiva, que las transformó no sólo en portadoras ellas mismas de legítimas demandas compartidas que presentar a las autoridades, sino en protagonistas fundamentales de la reacción contra el terrorismo desde la propia sociedad civil española. Dejaron atrás el olvido y el estigma para reclamar tanto el reconocimiento que les corresponde en su condición de víctimas del terrorismo como la significación política que dicha condición implica. Pues las víctimas del terrorismo evidencian como nadie las consecuencias de valores y comportamientos contrarios a los que son constitutivos de una sociedad abierta y de una democracia liberal.

Hablar de democracia liberal es hablar de Estado de derecho, de Gobiernos democráticamente elegidos y de sociedad civil. Ninguno de esos tres pilares fundamentales del orden constitucional está al margen de la lucha contra el terrorismo. Pero a menudo el papel de la sociedad civil se soslaya o minimiza, a pesar de que su contribución es fundamental para, por ejemplo, evitar que los terroristas fracturen la sociedad o reconciliarla después de que hayan acentuado sus divisiones, inhibir procesos de radicalización violenta, dignificar a las víctimas del terrorismo manteniendo viva su memoria, e implicar al conjunto de la ciudadanía contra ese último. Pero combatir con éxito al terrorismo exige hacerlo dentro de la legalidad y de manera proporcionada, sin erosionar las libertades públicas y garantizando los derechos fundamentales. A este respecto, no sólo en el avanzado régimen de amparo y protección a las víctimas del terrorismo se presenta la España democrática como un referente internacional, sino que también lo es en cómo combatir con éxito el terrorismo, cualquier terrorismo, respetando las libertades civiles y los derechos humanos.

En este sentido, adquiere un extraordinario interés la conferencia internacional que sobre La sociedad civil ante las consecuencias del terrorismo: víctimas del terrorismo, libertades civiles y derechos humanos, se celebra estos días en Madrid, organizada conjuntamente por los Gobiernos de Suiza y España. Foros de alto nivel como éste adquieren una extraordinaria importancia, en la medida en que hacen posible acercar la experiencia española, tanto en el tratamiento de las víctimas del terrorismo como de la lucha democrática contra este fenómeno, a otros países carentes de la misma, tanto de nuestro inmediato entorno europeo y mediterráneo como de otras regiones del mundo. Al igual que contribuyen a difundir nuestras lecciones aprendidas en el seno de los organismos multilaterales implicados en la prevención y el combate del terrorismo, en especial Naciones Unidas, en cuyo seno impulsa España un partenariado de apoyo a las víctimas del terrorismo, cuyas agendas no pueden ser ajenas a las consecuencias sociales de un fenómeno que desde hace tiempo -bien lo sabemos los españoles- no conoce fronteras.

Gustavo Suárez Pertierra, presidente, y Fernando Reinares, investigador principal de terrorismo internacional del Real Instituto Elcano.