Llamarse Lola y no Dolores en educación

El ministro de Educación, José Ignacio Wert, ha anunciado cambios en la configuración del sistema educativo de nuestro país. Como prometió Mariano Rajoy, además de eliminar la Educación para la Ciudadanía, se quitará el último curso de secundaria y se añadirá un año al bachillerato. Sin duda, este cambio conllevará en principio una mejora para aquellos sin ganas de cursar estudios universitarios y con deseos de estudiar Formación Profesional y/o de acceder más rápidamente al mercado laboral.

Este cambio también será mejor para los que quieran seguir un itinerario universitario, así como para los profesores, ya que se elimina el último curso de la ESO, en el que, según parece, es especialmente difícil dar clase porque son muchos los que están allí simplemente haciendo tiempo, esperando pasar ese trámite antes de acceder a sus deseados trabajos, haciéndose acreedores de un aprobado aunque solo sea a condición de que no sigan estudios de bachillerato. Así, los tres años de bachillerato, en un mundo idílico, serían cursos consagrados al estudio y a la consolidación de conocimientos, actitudes y aptitudes necesarios para la universidad.

Pese a la buena noticia, no se puede quedar la cosa ahí, porque los cambios insuficientes no hacen otra cosa, a la larga, que hacernos perder esperanzas y convertir las carencias educativas en males endémicos. En mi opinión, permitir un acceso más rápido a la Formación Profesional no servirá de nada si no conseguimos lavarle la cara a esta en nuestro país. También, el hecho de que tantos alumnos que llegan a la universidad tengan dificultades para escribir correctamente y leer en castellano no se solucionará con medidas llamativas y populares como la de añadir un año más al bachillerato. Si se han malversado dos años, ¿por qué no se van a poder echar por la borda tres?

Y aquí es cuando hay que echar mano de la experiencia y de los estudios empíricos, como hace Inger Enkvist en La buena y la mala educación. Ejemplos internacionales (Encuentro, 2011). En este libro leemos que, en Finlandia, la mitad de los alumnos escogen la Formación Profesional, porque saben que son estudios que capacitan realmente para un trabajo bien remunerado en la sociedad. Algo que habría que volver a hablar en nuestro país, haciendo que las escuelas se pusiesen de acuerdo con los empresarios, que contratan desde necesidades reales, y no con la Administración y los pedagogos, que solo añaden complejidad, burocracias y entelequias al sistema.

También leemos que el problema está en la primaria (y no en el bachillerato), donde se aprende a automatizar la lectura y a entender lo que se lee. Esto en Finlandia está claro. Por eso sus maestros están mejor cualificados (muchos preparan o han acabado sus tesis doctorales), remunerados y reconocidos socialmente que los nuestros. Otra cosa interesante que sale a colación es el importante papel de las familias en la educación de los hijos y que se ve claramente en los estudiantes asiáticos de California, cuyas familias son capaces de cambiarse de casa, barrio o ciudad para que sus hijos reciban la mejor educación y que conminan sin descanso a sus hijos al estudio y al esfuerzo.

Todo ello se traduce en las estadísticas en mejores resultados educativos de estos estudiantes, independientemente del nivel económico de sus familias. Son muchas las cosas novedosas que se pueden aprender de esta obra aparecida recientemente. Cosas que nos pueden ayudar a convertir la quimera de la cultura del esfuerzo en algo más que en una cantinela educativa, llegando a medidas concretas y efectivas.

Y pese a todo, lo último que habría que hacer es descargar la preocupación educativa sobre leyes salvadoras que, en un escenario utópico, serían la solución a nuestra crisis, a nuestro problema económico y cultural, es decir, a nuestro problema educativo.

La propuesta del ministro Wert da espacios, aumenta nuestras posibilidades para educar, pero no nos sustituye, porque la educación no es solo un proceso de civilización, ni el resultado de una técnica, sino un acontecimiento milagroso y constante: la humanización; algo que solo funciona por contagio y que resulta una epifanía de lo divino.

Por eso, desde aquí invito a que no caigamos de nuevo, como solemos hacer los españoles con cada cambio de Gobierno, en pensar que con unas mínimas reformas estructurales todo el marrón educativo lucirá como los chorros del oro.

Intentemos, por una vez, que no sea cierto eso que corre por Twitter de que «pasar de la Educación por la Ciudadanía a la Educación Cívica y Constitucional es como lo de no me llames Dolores llámame Lola». Pongámonos a pensar qué es lo que nos hace humanos. A lo mejor hay alguna sorpresa.

Por Jorge Martínez Lucena, Doctor en Comunicación y profesor de la Universitat Abat Oliba-CEU.

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