Llega la Navidad

La gran fiesta de Sevilla es la Semana Santa, muy por encima de la Feria. Cualquier sevillano lo sabe. Pero el «color especial» de la ciudad también tiñe su forma de celebrar la Navidad. Desde mucho antes, Sevilla vive sus «Vísperas del gozo» (Pedro Salinas). «El sevillano –escribe Joaquín Romero Murube, en su precioso libro “Sevilla en los labios”– siente el dogma de la Pureza como la más grande fiesta espiritual de su corazón». El fervor concepcionista sevillano ha preferido siempre llamarlo así, «Pureza», mejor que «Purísima» o «Concepción».

El 25 de noviembre, cuando falta justamente un mes para la Navidad, «la Pura y Limpia», una imagen pequeña y preciosa de la Inmaculada, se ha trasladado al Monasterio de la Encarnación, dejando por unos días su sede habitual, en el Postigo del Aceite (donde estaba aquel puesto de «calentitos», que siguen dando sabor a las nostalgias de Antonio Burgos). Luego, la procesión ha devuelto a la Pura y Limpia a su sede, para la Salve, el Besamanos y los Laudes.

Llega la NavidadTodo esto, tan sencillo y tan complejo, tan popular y tan refinado, ¿sería posible fuera de Sevilla? Creo que no. Sigo leyendo a Romero Murube: «Ligando sentimientos y emociones tan huidizos, tan sutiles, que no hay palabras que los aprisionen y materialicen. Tal vez Sevilla no sea más que esta arquitectura de imprecisiones en el alma».

En la fiesta de la Inmaculada, suenan las campanas de la Catedral y, ante el altar mayor, renuevan los seises su rito secular: una danza solemne, de sobria elegancia, como salida de un cuadro de Velázquez.

Esta vez, los seises van vestidos de azul (en el Corpus, irán de rojo). Ese azul es el color del cielo sevillano y del manto de las Inmaculadas de Murillo. El centenario del pintor atrae ya a miles de turistas al Museo de Bellas Artes, aunque habrá que esperar un año para la gran exposición antológica. En la muestra actual, de veinte cuadros, ya estaban aquí diecisiete, pero muchos visitantes los descubren ahora. (Lo mismo sucedió con Velázquez, en el Prado).

Éste es el mismo Museo al que –en la copla de Rafael de León y Valverde– «iba a diario Juan Miguel / a copiar las maravillas / de Murillo y Rafael». Hasta que el joven descubrió que no le hacía falta volver al Museo porque podía pintar a su «Triniá»: «Pa qué voy a entrar ahí / si es la Virgen de Murillo / la que tengo frente a mí».

Nos lleva Murillo de la mano al azul del cielo pero también nos devuelve a la tierra, a la suave ternura de un niño que es la alegría de sus padres, igual que sucede en cualquier hogar sevillano. Así lo vio don Manuel Machado: «Él es el Patriarca, ella es María, / y es, el niño, Jesús… Por la ventana / entra una luz de plata de Murillo».

Después de la Inmaculada, los turistas ya no nos preguntan, en inglés o en italiano, dónde está la Giralda sino dónde hay un Belén. Junto al Archivo de Indias, se alinean las casetas de la Feria de Nacimientos. No se venden aquí pelucas de colores, ni artículos de broma, ni sucedáneos de plástico, como en la Plaza Mayor madrileña, sino las figurillas de barro, muestras de una refinada artesanía, que anclan el misterio religioso en la vida cotidiana: el puesto de chorizos, las hortalizas sembradas en el huerto, los cerdos y pavos; también, esa vieja que fríe huevos, tan parecida a la que, en Sevilla, pintó Velázquez… Lo mismo que vemos, todo el año, en los escaparates de la calle José Gestoso, la antigua calle de la Venera, con su perenne aroma a especias.

En el centro de Sevilla, se va sintiendo la llegada de la Navidad. Ante todo, en los Nacimientos (así se han llamado siempre aquí, no Belenes), desde el arquillo plateresco del Ayuntamiento, un portal único, a numerosas asociaciones y parroquias. En San Marcos, por ejemplo, la luz va iluminando las escenas evangélicas, mientras suenan poemas de Lope y músicas de Stravinski. En la calle Francos, las viejas tiendas de objetos litúrgicos se centran también en el gozoso misterio.

Por Sierpes y Tetuán, es fácil encontrarnos con un humilde coro de campanilleros: entonan villancicos, al son de las panderetas, los triángulos y el roce del mango de las cucharas, en las estrías de las botellas de aguardiente. Con un poco de suerte, podemos escucharles la maravilla que cantaba Manuel Torre, tan admirado por Lorca: «A la puerta de un rico avariento / llegó Jesucristo y limosna pidió. / En lugar de darle la limosna, / los perros que había/ se los achuchó / y Dios permitió / que, al momento, los perros murieran / y el rico avariento/ pobre se quedó (…) / quiso demostrar / que tan sólo las puertas del cielo / divinas las abre/ la santa humildad».

Las monjas de clausura de los conventos sevillanos siguen haciendo sus dulces, ahora reunidos, en el Alcázar, junto a azulejos del XVI: polvorones, almendrados, hojaldres, pestiños, cortadillos, yemas, roscos, alfajores…

La noche del 24, quisiéramos acudir a la Misa del Gallo a uno de esos conventos, el de Santa Inés, con su hermoso retablo barroco, en el que Bécquer sitúa su leyenda «Maese Pérez, el organista», pero no todo es hermoso y tradicional, en la Sevilla de hoy en día. La Junta de Andalucía ha impuesto a estas pobres monjitas una multa de 170.000 euros por reparar su órgano sin pedir permiso (20.000 más que lo que debe pagar la señora Forcadell, por promover la independencia de Cataluña): ¡qué absurda desmesura! Miles de indignados sevillanos han firmado su protesta y confían en la eficacia del abogado Joaquín Moeckel para remediarlo.

No es el único disparate de esta Navidad sevillana. En la Plaza de San Francisco, donde, en el Barroco, se alzaban las arquitecturas efímeras, veo ahora unas enormes bolas metálicas, parecidas a ésas por cuyo interior circulan las rugientes motos del Circo Mundial. Imaginen lo que comenta la guasa sevillana. Lo ha escuchado Paco Robles: «Si las bolas son así, ¡cómo será el árbol!» De vez en cuando, estas bolas «gigantas» –diría Cervantes– parpadean y nos atruena un horrísono chunchún discotequero, vano remedo de la «noche de paz». En la Alameda, Hércules y Julio César, desde sus columnas, van a presenciar, impávidos, la anunciada «discoteca diurna». Las horrorosas «Setas» seguirán siendo cobijo del juvenil botellón…

¿Resistirá esta oleada de vulgaridad y torpeza una ciudad que ha sido símbolo de finura, refinamiento y sutilezas? Aunque la realidad cotidiana nos dé motivos para la duda, deseo que sí, para que Sevilla siga siendo la auténtica Sevilla.

Lo rematará todo una Cabalgata de Reyes «de verdad», sin laicismos ni moderneces: miles de niños ilusionados se afanarán por recoger las nubes de caramelos que les lanzará el rey negro. Y, desde el 7 de enero, en Sevilla, todos contaremos los días que nos faltan para que llegue el Domingo de Ramos…

Andrés Amorós, Catedrático de Literatura Española.

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