Llevar América a Europa

En una conferencia en 1902, en Cartagena, proclamaba Unamuno: «Se nos ha dicho y repetido que debemos europeizarnos. Europeizarnos no, que Europa nos es pequeña; universalizarnos más bien, y para ello españolizarnos aún más». Españolizarse era, para don Miguel, mostrar toda la riqueza y la proyección de lo hispánico; algo que, según decía, no podía dejar de contar como importante activo al mundo hispanoamericano. Pero notaba también el pensador vasco que, como en un extraviado reenvío, las naciones de Hispanoamérica habían salido al encuentro del cosmopolitismo esquivando lo español y poseídas, en cambio, de la fiebre parisina que bien pronto iba a trocarse en fascinación por los Estados Unidos.

En efecto, desde la formación de las repúblicas de la otra orilla, la posición de España ante los ojos de Hispanoamérica se había desplazado hacia un limbo que la volvía a la vez lejana y cercana, enemiga y correligionaria. Cuando los estados europeos comenzaron a coaligarse tras la derrota de Napoleón, los nuevos países americanos vieron arder las barbas de España –invadida por Los Cien Mil Hijos de San Luis para reinstaurar el absolutismo– y pusieron las suyas en remojo. En 1824, Bolívar convocó el Congreso de Panamá buscando que la voluntad reunida de los gobiernos de Hispanoamérica se levantase como un cortafuegos contra cualquier intento europeo de reconquista: desde aquel momento, integración y diplomacia fueron palabras que a un lado y al otro del Atlántico cobraron significados distintos, en virtud de una clara relación de asimetría. La reacción ultramontana congregada en la Europa de los Congresos buscaba recomponer el juego de las potencias y asegurar las monarquías en medio de la convulsión social; para la América hispana, en cambio, la unión era la defensa de la libertad. Y entre ambos propósitos se dividía España, que ya crujía con los desgarrones de la pelea fratricida.

Lo cierto, sin embargo, era que ni España ni Hispanoamérica podían convertirse en lo contrario de Europa. Aunque la reconfiguración de fuerzas en el Viejo Mundo se había lanzado a un camino de conflicto que habría de llegar hasta la Segunda Guerra Mundial, otro orden de relaciones internacionales se proyectaba hacia el futuro. Ya en 1832, Andrés Bello, quizá el mayor humanista de la América criolla, escribió el tratado que había de inaugurar para el orbe hispánico una disciplina: el Derecho Internacional. Lo que postulaba allí el autor caraqueño era que las relaciones exteriores debían asentarse sobre unos principios que, a pesar de los pesares, contaban con títulos históricos para promover la comunicación de las libertades y de la prosperidad: «Si las (naciones) de Europa forman una familia de estados –decía– que reconoce un derecho común infinitamente más liberal que todo lo que se ha llamado con este nombre, lo deben al establecimiento del cristianismo, a los progresos de la civilización y la cultura, acelerados por la imprenta, al espíritu comercial que ha llegado a ser uno de los principales reguladores de la política, y al sistema de acciones y reacciones, que en el seno de esta gran familia, como en el de cada Estado, forcejea sin cesar contra las preponderancias de toda especie».

Aun para la propia Europa, cuyo organismo había fabricado las condiciones de esa nueva concordia, no iba a resultar sencillo domeñar las viejas pasiones del expansionismo y de la tiranía. Pero las repúblicas de la América hispana, donde finalmente habían fracasado los planes integradores de Bolívar, no podían replegarse sobre sí mismas para buscar una seguridad que aún faltaba en sus instituciones, en sus medios de subsistencia, en el proceso de su cohesión social; antes bien, las nuevas circunstancias las aproximaban a Europa como nunca antes en su Historia. Al cesar la dominación española se había roto el «cordón sanitario» en torno a las antiguas colonias, y hacia ellas se tendía ahora una ruta de libre comercio que resultaba muy apetecible para las potencias empobrecidas y golpeadas por las guerras napoleónicas. En este contexto, que era ya el de una indetenible globalización, no podía hacerse lo que el insólito «doctor» Francia, que encerró consigo a los paraguayos en la intimidad de una dictadura feudal e incomunicada. Era impensable, para las nuevas naciones hispanoamericanas, aspirar al progreso y a la consolidación de sus sociedades si se encastillaban en el reducto tribal.

España, atrapada en los problemas que denunciaban los regeneracionistas –caudillos, corrupción, caciquismo–, no era precisamente un objeto de admiración para aquellos hispanoamericanos que veían en Europa el faro del civismo y de la modernidad. Señalaban a la madre patria como la responsable de haber transmitido todos esos vicios a sus propias naciones; pero ellas, al menos, se permitían padecerlos pacientemente con el pretexto de ser aún una sociedad en ciernes. América Latina evitaba medirse con un continente que se regía por el Derecho Romano y que disputaba según el método escolástico antes de que ella apareciera en el mapa; era España, en cambio, quien le parecía perdedora en la comparación. Tuvo que emerger el tremendo poder norteamericano –la novedad histórica por excelencia– para hermanar en el sentimiento de inferioridad a los hispanos de aquí y de allá: entonces, tras el desastre del 98, lo hispánico declaró inaugurado un camino singular por el que debían conducirlo hombres de aliento profético y formas autoritarias.

Cuando llegó el tiempo de ver caer los muros –la apertura a los mercados globales y a la democracia–, España e Hispanoamérica no podían ya seguir cifrando su misión histórica en proponerse como excepciones al Occidente desarrollado. Mientras España se embarcaba en la nave europea, América Latina dejaba la probeta proteccionista en donde había querido criar, durante décadas, una industrialización que terminó alcanzada por la sociedad postindustrial. Para España, la nueva comunidad representaba el reto de ganar protagonismo en ese continente que otrora decía acabarse en los Pirineos; para América Latina, había que reformular aquel concepto de dependencia que por tantos años había sido el coco, y que ahora cobraba las connotaciones de una interrelación necesaria, orientada a la construcción de un orden multipolar.

Hoy más que nunca, ambos propósitos exigen la recomposición de las relaciones iberoamericanas. Enganchada al carro asiático, y tocada gracias a eso por una racha de prosperidad, Latinoamérica necesita recuperar el sentido de su inserción en el mundo más allá de las commodities, asociando sus recursos a un proyecto decidido de construcción de ciudadanía. Los acuerdos económicos que la UE ha venido celebrando con algunos países de la zona dan la clave de esta nueva perspectiva, que supera la dádiva de la cooperación y reconoce la capacidad de los hispanoamericanos para responsabilizarse por sus propios destinos. También Estados Unidos ha comprendido que el elemento hispano no es un dato que pueda dejarse al margen, y lo ha asociado a su suerte a través de la participación en las instituciones del país. España debe, en el contexto europeo, ofrecer lo mismo a la América hispana: para ser allá la referencia de todo lo que Europa puede aportarle y para defender ante la UE y los Estados Unidos (más imbricados ahora, gracias a la nueva Área Trasatlántica de Libre Comercio) la causa de unos países que quieren y pueden sentarse a la mesa del progreso social y de la prosperidad mundial.

Xavier Reyes Matheus es secretario general de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.

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