Llueve, pleno invierno

Querido J:

Cuando lleguen a tu paraíso (los caminos malos y abruptos son la única condición paradisíaca que no tiene tu lugar) trata de leer estos dos libros seguidos y en este orden. Primero el de Josep Guixà, Espías de Franco. Josep Pla y Francesc Cambó (Fórcola) y luego La vida lenta. Notas para tres diarios (1956, 1957, 1964), una nueva entrega de la prosa de agenda planiana que acaba de publicar Destino. El libro de Guixà, que lleva un prólogo del periodista Manuel Trallero, es un caso realmente singular. Guixà es un investigador asombroso. El adjetivo que le cuadra mejor es el de maníaco y en una acepción próxima a lo delincuencial. Ya sabes que creo que el escritor ha de morir por cada párrafo, aun el más intrascendente, como el barbero a cada navajazo; y así Guixà muere en cada signatura. El problema es su escritura, en muchos momentos incomprensible como un backup indiscriminado, y tentada siempre por divagaciones periféricas que descentran y malogran el foco de interés de su investigación. Si este libro hubiera dispuesto de uno de esos editores implacables que dicen que existen nord enllà su peso habría sido incomparablemente mayor. Pero, en fin, siempre puede reescribirse. Lo que ha hecho con las huellas planianas de la guerra civil y prolegómenos no tiene precedentes y es difícil que sea emulado.

Guixà aclara, por fin, cuál fue el verdadero oficio de espía de Josep Pla, el agente número 10, como lo identifica, del Sifne (Servicio de Información de la Frontera del Norte de España), que dirigió José Betrán y Musitu, prohombre de la Lliga y destacado franquista de la primera hora. Las conclusiones que extraigo en este punto del trabajo de Guixà, que ha desmantelado archivos franceses, españoles y hasta croatas, es que la dedicación planiana fue más bien intrascendente (nada que ver con el cromo que distribuyó Cristina Badosa, la biógrafa de Adi Enberg, aquel hombre con boina que en un muelle de Marsella manda al hundimiento y a la muerte a un carguero que lleva armas para la República), pero eso no quiere decir que fuera liviana. El estilo de Pla se advierte en un buen número de informes anónimos, aunque sus consecuencias prácticas son dudosas incluso en ejemplos tan destacados como el resumen de una conversación en Marsella con el poeta Josep Maria de Sagarra, donde se describen los contactos entre el gobierno de la Generalidad y el de la República para tratar de que la mediación internacional acabe con la guerra. La labor de espionaje de Pla no fue más que una exótica extensión de su pulsión grafómana: no otra cosa podría esperarse, ciertamente, del que en algún momento de su paso por el Sifne se hizo llamar agente Montaigne. Esta aportación documentada y perspicaz es, sin duda, valiosa. Pero a mi juicio lo fundamental del libro es la documentación reunida en torno a la relación de Pla con el falangismo. Entre otros ejemplos, su participación en la fundación de FE, sus editoriales anónimos en la revista y sus encuentros con José Antonio. Como señala acertadamente Guixà, esas credenciales le serán de gran utilidad durante la guerra, singularmente para convertirse en subdirector del Diario Vasco. Aunque, ciertamente, no fueran suficientes para hacerle director de La Vanguardia Española, donde es probable que exigieran un más acendrado falangismo.

El libro de Guixà acaba cuando el catalanista franquista se ha convertido en un catalanista liberal, alentado por la victoria de los aliados. Es el momento de La vida lenta. De esta frase por ejemplo: «Hoy hace exactamente 25 años que terminó la guerra: 25 años de paz –es decir, de miseria, de policía, de indignidad. Llueve. Pleno invierno. Fresco.» Lo que pasó entre José Antonio, el Sifne y esta frase solo lo sabía Pla. Nunca lo explicó. Es el problema más grave de su literatura, a la que llamaba de observación. Marina Gustà abre Els orígens ideològics i literaris de Josep Pla con una alusión al escritor-personaje que fue Pla. Es una alusión atinada. En realidad lo fue mucho más que Riba, Rodoreda o Espriu a los que también coloca en la lista. Y en buena parte lo fue a causa de sus secretos. Los secretos de su vida conyugal (ni siquiera Guixà ha conseguido demostrar si Pla se casó o no con Adi Enberg), de su vida familiar (yo tampoco he conseguido demostrar aún la existencia de una hija de Pla, tal como hace 20 años nos explicó a Manuel Trallero y a mí un abogado de Barcelona), de su vida sexual, excitada por el olor de las gitanas o el cuerpo «tal vez ya vicioso» de aquel adolescente kuwaití, tan morosamente descrito en un párrafo de sus dietarios, de su vida política, saboteada por mil cobardías, o de su obra literaria, sujeta a reescrituras, trampas pragmáticas, plagios, incertidumbres paratextuales, al acoso sistemático de la verdad y de la ficción.

Estas notas de La vida lenta, como sus hermanas de 1965-1968, no revelan ninguno de los grandes secretos planianos. Seguimos sin saber, por ejemplo, la naturaleza de su extraña relación, epistolar y onanista, con Aurora Perea y no se nos presenta ningún rasgo hasta ahora desconocido del complejo proceso de escritura de El quadern gris. Y, por supuesto, no hay meditación alguna sobre la evidencia de que él había contribuido activamente a aquellos 25 años de paz, de miseria y policía. Sin embargo cualquier planiano como tú y yo caerá sin redención en el pozo de estas notas. La explicación es que se trata de la vida de un escritor que nos acompaña desde hace mucho en la nuestra y al que vemos dedicado, día a día, a las tareas más hondas: escrutar el cielo, romper la soledad, buscar el amor, beber el whisky de orina clara y fácil, comer sabiendo que cada bocado mediocre es una derrota irreparable y leer aquellos a los que leímos, Léautaud, Montaigne, Boswell, porque él los leyó. Como todos los escritores verdaderos, Pla parece estar escribiendo siempre, aun en prosa myrga, nuestra propia biografía.

Sigue con salud

Arcadi Espada

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