Lo imprevisto

Van a ser las ocho. Tengo que levantarme. «El hombre propone y Dios dispone» (número 34.105 del «Refranero general ideológico español», de Martínez Kleiser). Tengo una experiencia personal. Con algún fundamento, en la adolescencia, mi padre me programó con todo detalle para un futuro venturoso; pero, en pleno proceso, irrumpió lo imprevisto: la guerra de 1936 y, con ella, la catástrofe familiar y el hundimiento del programa.

Ahora, lo imprevisto es la pandemia de coronavirus que afecta a todo mundo en trance de globalización. Ya anciano, pienso que mi mundo se parecía bastante al mundo de mis padres, en tanto que apenas se parece al mundo de mis nietos. Dejo a mis bisnietos en paz y, por ende, dejo a la tecnología en paz. Me refiero a los valores, me refiero a las costumbres, me refiero a la mentalidad, me refiero al sentido de la existencia.

Hablo, según voy leyendo periódicos o viendo televisiones, y percibo tres perspectivas: la sanitaria, la económica y la trascendental. En todas las arengas se dice que, a más o menos largo plazo, el virus será vencido en la batalla, que ya tiene sus héroes y sus víctimas. Menos optimista es el balance sobre la recuperación económica en la huella profunda y complicada que dejará la operación. Siempre, por supuesto, según lo que veo, según lo que oigo, ya que ésta para mí es asignatura pendiente y no sé ni quiero saber para qué sirve la Bolsa que sube y baja.

¿Tiene esta situación un sentido trascendental? Voces magistrales ya han sonado. Monseñor Munilla, obispo de San Sebastián, lo ha reflexionado con un curioso análisis: aquellos duros tiempos de la guerra y la posguerra alumbraron personas fuertes, generadoras de buenos tiempos, que, a su vez, alumbraron el bienestar en que con su facilidad crecieron personas más débiles. «Los valores básicos en los que se ha sentado nuestra generación se han puesto en solfa», afirma Munilla. «¿Que tendrá que ocurrir para que, ahora, estos tiempos difíciles den de nuevo a luz personas fuertes como antaño? ¿Acaso este virus forme parte de una Providencia en la que estemos llamados a renacer?».

Todos esperamos, con ansiedad e impaciencia, el fin de la pandemia y, con este final, la vuelta a la normalidad. Pero, en orden trascendental, ¿se puede considerar normalidad positiva lo interrumpido por el virus? Philippe de Villiers, desde su confinamiento francés, analiza el profundo significado de la crisis del coronavirus, que a su juicio marca el final de la «globalización feliz» y del llamado «nuevo mundo». Sin descender a pormenores políticos, puede apreciarse que nuestra sorprendida normalidad, en términos generales, encaja en la idea que vulgarmente se define como «tener a Dios agarrado por las orejas». Que somos como dioses, que lo sabemos todo, que lo tenemos todo. Propietarios de nosotros mismos, de la razón, de la Justicia, de la Verdad, de la democracia formalista y sacralizada, indiferentes ante las tres maravillas de las maravillas: el Universo, la Naturaleza y el Cuerpo Humano. ¿Cómo encajar aquí la admonición de san Pablo «No nos pertenecemos» (Cor. I, 6.19), o su optimista «Omnia in bonum» (Rom. 6.18)?

La gran paradoja es que estamos recluidos en el seno de la unidad familiar, como de vuelta al seno materno, de nuevo en el útero, porque ha sobrevenido una microscopía que ha parado, sin calendario, los relojes del mundo entero, del mundo entero, repito. ¿Cuándo termine, saldremos a la calle como si nada hubiera pasado? ¿No será un fin de ciclo?

Curándome en salud, subrayo mi actitud personal. No puedo ni quiero prescindir de mi propia índole de niño de la guerra, que estará conmigo hasta la muerte. Así, aquí estoy, dispuesto al nuevo día, pensando en Manoli, pensando en mis hijos, pensando en mis nietos, pensando en mis bisnietos: «Mi descendencia, mi trascendencia».

Antes de empezar, antes de reanudar el día, mi mente doméstica, hélice que no para, me devuelve dos fotografías coetáneas de mi álbum mozo (1939 y 1942): anarquistas barceloneses gritando «Mi patria es el Mundo. Mi familia, la Humanidad» y estudiantes compostelanos montando en la plaza Mayor de Orense un auto sacramental, «A Dios por razón de Estado». Mi padre, en la fosa común, en Montjuich; y mis dos hermanos mayores, combatientes enfrentados en la guerra, juntos en la misma caja del cementerio de Ceares (Gijón).

Van a ser las ocho. Tengo que salir al balcón.

Enrique de Aguinaga es periodista.

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