Lo inaceptable

Hace un cuarto de siglo, entre los casos prácticos que abundaban en los manuales de ética aplicada -sobre todo anglosajones- nunca faltaba el del terrorista que ha puesto una bomba en alguno de los treinta colegios de la ciudad, para que estalle dentro de un cuarto de hora. ¿Debe la policía torturarle para que confiese cuál es el colegio amenazado y así poder salvar a los niños? Siempre contesté que yo, puesto en tal brete, probablemente destriparía al criminal con mis propias manos para sacarle la verdad (y luego, ya metido en faena, al inquisidor que me planteaba la cuestión de marras). Pero eso sí, acto seguido me presentaría al juez e iría muy orgulloso a la cárcel para cumplir la condena que merecía. Lo que de ningún modo estaba dispuesto a admitir es que la ley que castiga la tortura como un delito grave fuese abolida o matizada con un "según las circunstancias", ya que entonces siempre podrían encontrarse justificaciones para torturar. Y nunca, nunca, nunca la tortura puede ser justificable o legal.

Lo malo es que esa práctica abominable -como otras simi-lares- no sólo es cruel o repelente sino con frecuencia sumamente útil... al menos a corto plazo. Y claro, cuando la utilidad anda por medio, la moral -¡pobrecilla!- se las ve y se las desea para seguir haciéndose oír. Para repudiar la pena de muerte, algunos no encuentran argumento mejor que su inutilidad disuasoria frente a los asesinatos. ¡Cualquiera se atrevía con ella, si fuese realmente eficaz en la erradicación del delito! O fíjense si no en la mayoría de las condenas de la violencia terrorista: se dice que es "ciega", que "no sirve de nada" o que "no ayuda en modo alguno a la liberación del pueblo vasco (o del que sea)". Parece darse a entender que si obtuviera rendimientos ya no sería tan fácil recusarla. Por eso hay interés en presentar a los terroristas como meros locos asesinos, un poco al modo del tipo de la sierra mecánica en La matanza de Texas. Así les resulta más fácil repudiar su comportamiento a las personas sensatas que nunca harían nada semejante... al menos de modo gratuito. A veces esta actitud desemboca en bien-intencionados malentendidos: los socialistas vascos han conseguido que se suprimiera del plan de educación para la paz de la CAV la mención a los "motivos políticos" del terrorismo, pues para ellos tal violencia es "terrorismo y punto". Como si la alusión a una motivación política de ETA (a todas luces evidente y que hace sus crímenes más graves en una democracia) pudiera excusarla un poco al menos por la vía instrumental...

Cuando no es mero desahogo de instintos brutales o sádicos, la tortura puede también tener logros estimables: quizá salve algunas vidas de inocentes, descubra conspiraciones o permita la condena de asesinos especialmente empedernidos. Muy bien, ¿y qué? ¿Ofende por ello menos a quien valora la dignidad humana y también la decencia básica que debe servir de peana moral para la sociedad democrática? ¿Lo que se consigue a corto plazo vale acaso más que lo perdido para siempre? Quienes deseen saber el resultado de excusar ciertas prácticas en nombre de altos motivos no tienen más que leer la espléndida novela Vida ydestino de Vasili Grossman, hoy insospechada y felizmente de moda en nuestro país.

Naturalmente, escribo a rebufo de la alarma producida por las lesiones del etarra Igor Portu, recientemente detenido. Que es preciso respetar la presunción de inocencia de la Guardia Civil, a algunos no hay que recordárnoslo. Tenemos presente la época en que fueron de los pocos que se interponían entre la mafia etarra y la sociedad vasca acochinada por la amenaza. El PNV recogía las nueces del árbol estremecido (aún se alimenta de ellas), los izquierdistas del país luchaban contra el capital y miraban con simpatía a los abertzales por su potencial antisistema, los demás se dedicaban a sus negocios compadeciéndonos de vez en cuando: sólo la Guardia Civil y muy pocos más nos defendieron. Cuando tan fácil era abstenerse o fallar, cuando tantos fallamos, ellos cumplieron su deber. Y siguen en la brecha, de modo que la deuda que algunos sentimos como cosa propia es cada vez mayor. Merecen la presunción de inocencia de cualquier ciudadano pero con suplemento de lujo, sin duda. Tampoco es cosa de incurrir en angelismos y suponer que a los etarras se les puede detener por medio del diálogo, como parece creer el inefable consejero Azkarraga que se queja de que hayan sido "detenidos por la fuerza": por lo visto pretende que se les envíe una citación para que se personen en comisaría lo antes posible, con sus armas y explosivos, a fin de levantar el correspondiente atestado.

Sin embargo, con todo respeto y sin olvidar estas consideraciones, cuando hay sospe-chas fundadas de malos tratos -como en este caso, por informes médicos, testimonios contradictorios, etcétera- no hay más remedio que investigar a fondo y sin subterfugios. La tortura, que ha existido de modo fehaciente en el País Vasco, no es hoy ni mucho menos una práctica generalizada o habitual pero no es imposible que exista en ocasiones puntuales. Y es tan inaceptable como siempre lo ha sido. Ya sabemos que en los manuales de ETA se recomienda declarar siempre haber sido torturados a sus militantes detenidos, lo cual permite suponer que habrá muchas denuncias falsas de este tipo. Pero eso no quiere decir que todas lo sean y resulta inquietante que no haya prácticamente jamás casos descubiertos y responsables castigados, al menos en la última década. A mí, desde luego, esta situación no me deja tranquilo: por un lado, unos dicen que les torturan a todos y siempre; por otra parte, los otros aseguran que no se tortura nunca a nadie. Cada cual cree a los suyos y todos tranquilos. ¡Viva la buena conciencia... sectaria!

Por este camino se ha llegado a una atroz trivialización de la tortura, que para unos es otra bandera contra el Estado y para los demás un fantasma irreal o, aún peor, algo secretamente excusable. A mi entender, tomarse en serio la lucha contra esta práctica supondrá investigar con el máximo rigor cada denuncia: si se revela falsa, debe castigarse penalmente a los denunciantes calumniosos y si tiene base hay que depurar con todo rigor las responsabilidades de los funcionarios culpables, por el bien del cuerpo al que pertenecen y del resto de la sociedad. Todo menos pasar la cosa por alto y dar carpetazo al presunto delito. No puede aceptarse que sea mero asunto de estrategia acusar de torturas o cometerlas.

Sí, ya sabemos que los cómplices de ETA aprovechan estas ocasiones para su siniestra propaganda a favor de los designios criminales de la banda. A ellos no les interesa erradicar la tortura sino favorecer a los suyos. Hace más de un cuarto de siglo publiqué en este mismo diario un artículo titulado Los rentistas de la tortura, que hoy con pocas modificaciones podría venir al caso. En él distinguía a quienes denuncian los malos tratos por afinidad ideológica con quienes los padecen y quienes los rechazamos por lo que son y significan, pero sin ninguna simpatía política por tales pacientes. Ejemplificaba esta actitud, cosas de la época, diciendo que si los torturados fuesen Tejero o Miláns del Bosch nuestra indignación no sería menor. Al día siguiente me encontré en la puerta de mi despacho de la Facultad de Zorroaga, clavado con chinchetas, el artículo citado, con subrayados en rojo y con acotaciones de "¡fascista!". Pues ya ven, sigo impenitente, ante esos críticos y ante los que me advierten de que "no hay que hacerle el juego a ETA". Me recordaba a mí mismo entonces, devoción de mi perdida juventud, los versos de Kipling en su tan sobado poema If: "Si puedes soportar que tu frase sincera sea trampa de necios en boca de malvados...". Aun así no callemos: no debemos callar.

Fernando Savater, catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.