Lo llaman progresista, pero no lo es

Este Gobierno no es de progreso. No hablo solo de que esté asentado en la soberbia, la mentira y el desmentido como pilares de su discurso, sino de los ejes de su política.

El progreso de la vida humana -ni siquiera de este país- no puede estar marcado por la hemorragia reglamentista, la resurrección del nacionalismo, el estatismo, el recorte de las libertades, la voracidad fiscal y un más que evidente espíritu autoritario. Si a esto añadimos el feminismo y el ecologismo como excusas para la ingeniería social, para avanzar hacia algún tipo de socialismo del siglo XXI, el retroceso se completa.

Escribía Herbert Spencer que con el argumento de una mayor libertad, los gobiernos reglamentan cada vez más aspectos de la vida privada. De esta manera, concluía, las posibilidades de acción humana se recortan, catalogan y penalizan. Hoy, no hay faceta que no esté contemplada por una norma o ley.

La excusa de la izquierda es que para llegar a una sociedad más justa, igualitaria, ecologista o feminista el gobierno debe reglamentar, prohibir, coartar, tasar y discriminar, al tiempo que alecciona y da moral. Es el moralismo, ese nuevo puritanismo de la izquierda que nos hace mucho menos libres, que culpa al individuo constantemente por sus palabras y silencios, acciones y omisiones.

Nos colectiviza por sexo, género, territorio, patrimonio o ideas, y nos hace culpables por pertenecer a ese colectivo. Es el delito de autor, un enorme retroceso en la concepción de la democracia, no visto desde hacía cien años.

Un buen ejemplo es el discurso simple de Irene Montero cuando habla en nombre de todas las mujeres del mundo vividas durante la Historia de la Humanidad. No es quién para hacerlo, pero le da igual porque lo que busca es transformar la sociedad, a la que considera equivocada, mediante la erradicación del “patriarcado capitalista”.

En realidad repite a la Beauvoir de 1949, la de El segundo sexo, sin haber avanzado nada. Es el aspecto evangelizador del visionario: “Vives en pecado. Todo lo que haces y piensas está mal. Vengo a enseñarte la verdad única aunque no quieras”.

España es otro gran error que quieren corregir. La nación española, dicen, es un concepto discutido y discutible. Resulta que la democracia liberal que permitió la Constitución de 1978, con sus errores, que los tiene, ha sido un fracaso, dicen, y ellos han llegado para arreglarlo.

No es solo que Pedro Sánchez se arrogue el haber consolidado el ajuste democrático con la exhumación de Franco -que ha dado igual-, es que han cedido a la pretensión nacionalista de que ha llegado la hora de hacer justicia histórica.

Los nacionalismos aliados de la izquierda son retrógrados, dentro de una ideología que lo es en sí misma. Incluso algo tan lento como el Parlamento europeo así lo ha dictado, porque la Unión Europea se fraguó contra los nacionalistas; esos mismos que provocaron las dos guerras mundiales del siglo XX. Aquí, los nacionalismos vasco y catalán, excluyentes y xenófobos, autoritarios, egoístas y carcas. El nacionalismo español de Vox no les va a la zaga.

En la confrontación hoy entre la globalización entendida como un proyecto común de defensa de los derechos humanos y el internacionalismo como la recuperación de las soberanías nacionales para hacer ingeniería, la izquierda se ha decantado por lo último. El motivo es librarse de los obstáculos de instituciones internacionales que impiden fórmulas colectivistas y contra minorías, y que desprecian el autoritarismo y las dictaduras.

Es aquí donde Unidas Podemos ha arrastrado al PSOE, siendo el episodio de Ábalos en Barajas una muestra ridícula de hasta dónde llegan.

Este progreso que presentan estos socialcomunistas pasa por el Estado salvador. El Estado deja de ser paternalista, como fue desde 1945, para ser salvador: viene a salvarnos de nosotros mismos.

Volvemos a la idea de Hobbes, a una sociedad que debe ser embridada por el Estado, porque, como decía Rousseau, el hombre carece de derechos hasta que llega el Estado a concedérselos, no a reconocerlos. Es una fórmula pesimista e interesada, perfecta para el proyecto de ingeniería social.

La izquierda nos presenta su gobierno como una manera de salvarnos de nuestras ideas y comportamientos, de las relaciones que mantenemos o podemos tener. Para eso quiere producir legislación sin fin que reglamente nuestra vida y establezca una nueva moral, lo que está bien y lo que mal, lo que perjudica o beneficia a la sociedad.

Se atreven a definir el “bien común” y, por tanto, el “mal común”. Eso supone establecer fronteras sociales, bandos y trincheras. Un “no pasarán” continuo frente a la “peligrosidad social” de la oposición, a la que se llama constantemente “obstáculo” y “ultra”.

Los enemigos de la libertad, estos autoritarios, intentan que la sociedad confunda Gobierno, Estado y su partido o coalición política. Es un nuevo tipo de autoritarismo que comienza con la creación de una falsa conciencia -como señaló Mannheim- fundada en la emergencia de la situación social, política o climática difundida por el propio Gobierno y sus medios afines. Es una falsa conciencia que impulsa hacia la aceptación de una única forma de hacer política: la suya, la izquierdista, la progresista.

La izquierda se ha apropiado de la idea de progreso. Lo ha hecho sin resistencia, arrogándose la capacidad de marcar el sentido y el contenido de la sociedad del futuro. No importa lo pretencioso que sea el considerar que una ideología es capaz de definir la cosmovisión y su espíritu, pero lo hacen.

Nos lo presentan como progreso, pero no lo es. Son antitecnológicos, antiglobalización y fronterizos, autoritarios e intolerantes. Veneran el ludismo y el antimaquinismo, tanto como los aviones, los coches y el consumo. Repudian el turismo, la propiedad privada y el individualismo. No puede ser progreso lo que elimina la libertad de la persona a cambio de falsos colectivismos, bajo el ojo ingeniero de un Estado salvador.

Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense.

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