Lo más grave es la desregulación

Hace unos días, escuchando las noticias por la radio, oí cómo el locutor explicaba que alguien había sido detenido "por delito de urbanismo". "Hasta aquí hemos llegado", me dije: la práctica urbanística ha sido hasta tal punto pervertida y denostada que, en vez de ser vista como el instrumento colectivo para ordenar el territorio, ha acabado siendo identificado con el descontrol e incluso con la pura y simple delincuencia.

Esta situación es el resultado del estallido en los últimos meses de diversos casos muy visibles de malas prácticas, incentivadas por el aumento continuado de los precios, que, con su carga de morbosidad, han encontrado un notable eco en la prensa y en los medios de información. Bien están estas denuncias, pero me temo que su proliferación está generando un tremendo equívoco.

En efecto: centrar el debate sobre la situación del urbanismo en España en la corrupción no sólo resulta sesgado y parcial, sino que puede ser desorientador y contraproducente. El principal problema del urbanismo en España no yace en lo adjetivo -la corrupción-, sino en lo sustantivo -el modelo de ocupación del territorio-. Un modelo a través del cual se están urbanizando de manera inadecuada e innecesaria grandes extensiones de suelo, con la única justificación del beneficio privado a corto plazo, sin tener en cuenta los costes colectivos que acarrea. Y esto acontece, en buena parte de los casos, de forma perfectamente legal.

Así, tal como se afirma en el manifiesto Por una nueva cultura del territorio, suscrito por profesionales del urbanismo de toda España, en nuestro país la urbanización voraz y masiva "está teniendo consecuencias ambientales y paisajísticas muy negativas", de las que "son expresión palmaria las dificultades de acceso a la vivienda, el incremento de la movilidad y el aumento de los costes de los servicios". Esto es así porque demasiado a menudo la Administración ha permitido, e incluso impulsado, iniciativas privadas de urbanización de baja densidad, mal integradas en el sistema urbano y con nula preocupación por sus efectos sociales.

En este contexto, centrar el debate urbanístico exclusivamente sobre el tema de la corrupción tiene efectos negativos. En primer lugar, se oscurece el problema de fondo, que no es otro que el de la debilidad de los instrumentos y las políticas públicas para ordenar, domeñar y corregir la evolución del proceso urbanizador en beneficio de la colectividad. Debilidad que resulta especialmente patente a la hora de dar respuesta a las demandas de vivienda asequible y entorno de calidad.

Por otra parte, la polvareda de la corrupción permite diluir la responsabilidad de los sucesivos gobiernos del Partido Popular, los cuales se aplicaron a fondo para incrementar esta debilidad de la Administración. Así, a través de las denominadas "medidas liberalizadoras" se impulsó la noción de que la vocación primordial de todo suelo es la de ser urbanizado y su valoración debe realizarse al máximo valor especulativo posible. Estas políticas no han obtenido, obviamente, ninguno de sus pretendidos efectos benéficos (los precios del suelo y la vivienda no se han moderado, antes al contrario) y han alentado la dispersión de la urbanización, así como la recalificación extensiva de suelo rústico. Por otra parte, la carrera del oro auspiciada por estos planteamientos ha sido un excelente caldo de cultivo para las irregularidades que ahora se denuncian.

Finalmente, la corrupción se está tomando como excusa y justificación para reclamar una recentralización de las competencias urbanísticas. Así, desde el propio PP, desde determinados cuerpos estatales, e incluso desde algunos medios progresistas se ha venido a equiparar autonomía y mala práctica urbanística. A ésta se contrapone la presunta eficiencia taumatúrgica del Gobierno central del momento y se reclama para aquél la devolución de las competencias urbanísticas. Se trata de posiciones abiertamente anticonstitucionales que, además, no soportan la carga de la prueba: si la práctica urbanística ha podido ser algo más ordenada en algunas comunidades autónomas -entre las que se encuentra Catalunya- esto se ha debido, precisamente, a la existencia de gobiernos autónomos que han hecho prevaler sus competencias y sus políticas frente al urbanismo salvaje inducido por ciertas reformas legales del Gobierno central.

Por todo ello, es necesario, a nuestro entender, reconducir el debate sobre el urbanismo. Ciertamente, los casos de corrupción deben ser publicitados, perseguidos y erradicados de manera contundente y absoluta. Pero al mismo tiempo deben impulsarse las adecuadas medidas legislativas -entre las que se encuentra la Ley del Suelo ya en trámite en las Cortes- y las políticas públicas adecuadas para hacer del urbanismo aquello que nunca debió dejar de ser: un instrumento eficaz y transparente destinado a ordenar los usos del territorio en beneficio de la colectividad.

Oriol Nel·lo, secretario de Planificación Territorial de la Generalitat de Catalunya.