Lo monstruoso verosímil

El registro a la sede de Método 3 había casi concluido cuando apareció una última carpeta clasificada top secret. El azar y la necesidad la habían preservado de la reciente inundación de las dependencias y de las cribas y precipitados traslados de material sensible que siguieron a la revelación de la trama de espionaje por EL MUNDO el 11 de febrero. Desde ese mismo día el CNI, la Policía, los Mossos y los propios detectives rebotados con la compañía habían iniciado una frenética pugna por hacerse con los documentos digna de El halcón maltés.

Gracias al sentido cívico de uno de los agentes que, a la vista de su contenido, comprendió que sus jefes la enterrarían para siempre en el cajón de los secretos de Estado, esa carpeta llegó anteayer a mis manos. Su contenido era fascinante y lo más prodigioso es que explicaba los misteriosos acontecimientos políticos de los últimos días.

En el momento en que leí las dos palabras rotuladas sobre la cartulina me dio un vuelco el corazón: «Amy Martin». Cuando ya creíamos que había salido de nuestras vidas, la criatura rubia experta en cine nigeriano volvía al centro de la escena con una caja de Pandora en bandolera. ¿Qué digo caja de Pandora? Aquello era el cuerno de la abundancia del espionaje político. Todavía sigo frotándome los ojos.

El primer papel era la fotocopia de un DNI extendido a nombre de Amanda Martí Viladepuig (Mollet de Perelada, 1974, profesión «sus labores»). Luego aparecía una fotografía tomada con un iPhone el martes 15 de septiembre de 2010 en la sede de Gobelas. Reflejaba la firma del contrato de la escritora con la Fundación Ideas y estaba unida por un clip a unas anotaciones manuscritas: «El gordito se llamaba Cornide… Carlos me presentó a Caldera, estuvo muy simpático… Todos me tomaron por yanqui, hicieron bromas sobre el triunfo de Nadal en el US Open».

El siguiente documento no tenía desperdicio. Era la concienzuda reconstrucción de la vida de una hija de familia acomodada del Ampurdán a la que desde pequeña le había gustado disfrazarse, inventarse personajes y dar el pego. Por eso había disfrutado tanto en el 99, cuando tras llegar a California de mochilera, había hecho sus primeros pinitos en el cine como cuarta ayudante de dirección de Milos Forman durante el rodaje de Man on the Moon, la película en la que Jim Carrey encarnaba al genial simulador Andy Kaufman. Fue durante uno de los descansos del rodaje cuando escuchó una voz gutural a sus espaldas: «Hey, Amy… ¿Sabes cuál es la principal causa del bestialismo? Los animales sexys».

Era un showman de Las Vegas de grandes mostachos, desmesuradas patillas y una exuberante camisa azul con gorgueras llamado Tony Clifton del que Amy Martin se enamoró perdidamente. Llegados a este punto el documento remitía a un vídeo colgado en YouTube bajo el epígrafe «Tony Clifton attacks Jim Carrey at press conference». No pude resistir la curiosidad y me quedé estupefacto al contemplar a un energúmeno que lanzaba alaridos y embadurnaba una pared con spray hasta que Carrey, harto de tanta humillación, le volcaba una tetera en la cabeza. Entonces el energúmeno se sacaba de la bragueta una minga de plástico, conectada a una vejiga llena de agua, y simulaba orinar sobre la lujosa alfombra de la sala.

Amanda-Amy se había casado en Memphis, meca de la lucha libre, con Tony Clifton, tal y como lo había hecho Andy Kaufman con su novia luchadora, interpretada en la película por Courtney Love. Luego se había incorporado a su espectáculo en el que Tony mezclaba las baladas románticas tipo Volare o Summer wind con los chistes vulgares: «¿Cómo pueden quedar bien cinco libras de grasa? Pues poniéndoles un pezón encima». Cuando Tony la obligó a sustituir a la conejita que se dejaba afeitar el pubis durante su show -«véase la sección 'videos' en www.tonyclifton.net», decía el informe-, ella sacó un billete para Nueva York y puso pies en polvorosa.

Era ya una mujer con un pasado. Al cabo de unos años conoció a Carlos Mulas y a su mujer Zoé Alameda, en la que descubrió un alma gemela. Le ayudaron a salir adelante y a ganar su dinerito con la fundación socialista. Cuando eso se acabó volvió a Barcelona y se reencontró con sus orígenes. La ciudad vivía una contagiosa efervescencia. Amanda asistió a la magna manifestación del 11-S con un chico neoyorquino llamado Zelig que en cuestión de minutos ya cantaba Els Segadors como si hubiera sido su canción de cuna. El documento añadía: «Quico Homs, amigo de su familia, le ha propuesto entrar en política para aprovechar su experiencia internacional en el proceso soberanista». Se adjuntaba la reciente declaración del Parlament con tres conceptos subrayados con rotulador -«El autogobierno de Cataluña se fundamenta en los derechos históricos del pueblo catalán», «la caída de Barcelona en 1714», «la resistencia activa del pueblo y el gobierno de Cataluña frente a la dictadura»- y unas anotaciones entusiastas con la misma letra de la visita a Gobelas.

Si hasta ahí todo era sorprendente, lo que me hizo saltar de la silla fue la hoja del registro de Método 3 que aparecía grapada a ese informe. Era un volante idéntico al del seguimiento a Vicky Álvarez que habíamos reproducido el martes 12. Sólo que en la casilla de «cliente» no ponía «PSC» sino «PP» y en la de «persona de contacto» no ponía «J. Zaragoza» sino «L. B.». La habitación daba ya vueltas sobre mi cabeza cuando comencé a atar cabos: Bárcenas no sólo había seguido en la nómina de Génova hasta enero sino que había continuado trabajando para el partido. ¿Pero para qué querría Bárcenas ese dossier sobre Amy Martin? Lo que vi a continuación respondía a esa pregunta.

Eran una serie de fotos robadas y ordenadas como en la secuencia de una película. En la primera se veía a una rubia sentada en un banco del Retiro con un hombre de pelo blanco y anchas espaldas que blandía un documento en la mano. Era una toma lejana pero el abrigo chester le delataba: ¡Luis el Cabrón! En la siguiente foto la rubia -indudablemente Amanda-Amy- entraba en un portal identificado al dorso como el número 128 de la calle Ganduxer de Barcelona, «frente al centro dedicado al franquista Pere Pruna, pasado el Institut Catalá de la Retina, por si alguien necesita gafas». Chistoso el detective. En la tercera instantánea se veía a un hombre enjuto en el mismo encuadre. «Jusep Torres Campalans III», decía a la vuelta.

Era en efecto el famoso pintor cubista, heredero del nombre, del talento y hasta de la fisonomía de su abuelo. Bastaba recordar la célebre foto del viejo con su buen amigo Pablo Picasso para darse cuenta de que la estirpe de aquella familia de Mollerusa se había transmitido intacta a pesar de los exilios de dos generaciones. El mismo cráneo rasurado, la misma talla y envergadura, los mismos pómulos salientes, el mismo traje de pana con una camisa de cuadros, la misma mirada de halcón sobre una nariz aquilina en ángulo recto. Pese al proceso de normalización Josep seguía haciéndose llamar «Jusep» en homenaje a su abuelo. Tenía gracia que tuviera su estudio enfrente del centro cívico dedicado a Pruna -el pintor figurativo que luchó en el bando «nacional»-, como si quisiera mantener viva la llama de las fobias políticas y estéticas del genio.

También era idéntica la firma que aparecía en el ángulo inferior derecho del cuadro reproducido en la siguiente imagen: el cotizado híbrido de la «J» y la «T» mayúsculas con la «c» minúscula incrustada en medio. Pero la fecha adjunta era 2012 y el retratado con la indeleble técnica que se lleva en los genes no era ni el poeta Apollinaire, ni el pianista Maldonado, ni el detestado Juan Gris, ni ningún otro contemporáneo de su abuelo, sino el mismísimo Rubalcaba. La imagen recordaba bastante al Ricardo III interpretado por Ian MacKellen, pasada por el tamiz de Bacon, pero de ella emanaba una intensa aura de poder. Además un Torres Campalans era un Torres Campalans. ¿Cuánto habría costado ese retrato?

La siguiente imagen lo aclaraba. Era un fragmento de un libro de contabilidad de caligrafía inconfundible. Ahí estaban de nuevo las «hampas y jambas» que habían permitido al perito Alonso de Corcuera acreditar que los listados de los sobresueldos habían salido de la mano del tesorero. Tampoco era difícil descifrar los conceptos: «Retrato Alfredo Pérez Rubalcaba (oct. 2012) 25.200, retrato Elena Valenciano (nov.) 15.000, retrato Soraya Rodríguez (diciem) 15.000, retrato Oscar López (pte.) 10.000, comisión Amy Martin 10.000, portes calle Ferraz (Madrit) 300…». Aunque Jusep había pactado todo el lote, me pareció barato. Junto a ese estadillo había una especie de hoja de ruta política: «Petición de dimisión de Mariano por anticipado», «Enmienda a la totalidad en el debate», «Alguien que pida ese día la abdicación del Rey».

¡Por el gran batracio verde!, ahora estaba todo claro. Bárcenas había chantajeado a Amanda-Amy con su pasado en el show de Tony Clifton y ella, ante el miedo a perder la confianza de la Generalitat y quedarse fuera de la gran cita de Cataluña con la Historia, había accedido a trabajar para el Cabrón. Había conectado otra vez con sus amigos de Gobelas y convencido a los capos de Ferraz de que aceptaran los retratos que el nieto del genio quería regalarles como paladines de la escuela y sanidad pública y la lucha contra los desahucios. A cambio sólo les pedía algunos gestos que dieran satisfacción a su talante republicano y de izquierdas.

¡Córcholis y recórcholis!, cada pieza encajaba ya en su sitio. La víspera del debate les había tenido que explicar a los asistentes más jóvenes a mi conferencia del Club Siglo XXI -sobre aquella legislatura en la que «los sobres eran de cal viva y dentro no metían dinero sino personas»- que el Rubalcaba de ahora no es el hijo de aquel que hace 20 años encubría el crimen de Estado, los experimentos con mendigos, la financiación ilegal del PSOE o la cintateca del Cesid, sino la misma persona. El miércoles su estrategia suicida en la tribuna superó todas las expectativas. Por eso comprendí divinamente a Rajoy: «Yo no he pedido su dimisión, no me interesa». Lo que no podía imaginar era que para ayudarles a resistir las críticas internas, Bárcenas hubiera destinado el dinero de los últimos sobresueldos que gestionó en Génova a apuntalar su vanidad y la de su dream team con el convoluto del genio del cubismo. Nunca nos hubiéramos enterado si Método 3 no hubiera rematado la faena espiando también a su cliente.

Iba ya a cerrar la carpeta cuando descubrí dos hojas dobladas de un cuaderno escolar achatado (23x18) y rayado en azul. Mis pulsaciones se aceleraron. No podía ser… La sangre me subió a la cabeza. ¡Sí que lo era! ¡El mítico Cuaderno Verde! Al desdoblarlas apareció una especie de ficha mecanografiada: «Fragmentos del Cuaderno Verde de mi abuelo, seleccionados por don Max Aub en 1914». Me bastó con leer unas líneas de la primera hoja para reconocer su autenticidad: «El gran mérito de Picasso consiste en haber creado lo monstruoso verosímil. Sus monstruos nacieron viables, armónicos. Nadie se atrevió más que él en el sentido de lo absurdo posible…». Pero lo definitivo fue la segunda hoja: «La vida humana es la posibilidad de mentir, de mentirse. El arte y la política, las más altas expresiones del hombre, están hechos de mentiras». ¿Qué me quedaba por hacer sino quemar aquellos documentos en la chimenea mientras la voz del líder de la oposición brotaba de la radio y en mi cabeza rondaba la idea de que ni el mejor periodista sería capaz de escribir un artículo «verosímil» en el que ni un solo párrafo dijera una sola verdad?

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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