Lo nuevo y lo viejo del PSOE

El PSOE se debate entre los que, con espíritu juvenil y enardecido, se reivindican como los representantes del nuevo PSOE, algo propio de los que no han sido mellados por la política grande, y los que defienden las bondades del viejo PSOE, recordando los pasados éxitos electorales y sus políticas en el Gobierno de la nación, muchas bendecidas con el paso del tiempo. Creo que no se hacen favor alguno los partidarios de estos bandos tan simples como erróneos. Es injusto achacar a los nuevos dirigentes socialistas resultados electorales que se fraguaron poco a poco, en un silencio cómplice que se adueñaba de un PSOE que iba perdiendo horizontes en su política mientras iba ganando en el virtuosismo de lo pequeño, de lo inmediato, centrándose mas en cómo obtener el poder o en cómo no perderlo. Es igualmente equivocado regodearse en el pasado sin una visión crítica que separe el grano de la paja y permita poseer un crédito común y aprovechable en el presente político. Son injustas y erróneas las vendettas y lo es también no resignarse a dejar que sean protagonistas los responsables actuales. Es una estupidez enorgullecerse de la novedad, que pasa pronto, pero también lo es arrojar a los jóvenes un pasado en bruto, sin el descuento de lo que se hizo mal y sin tener en cuenta las nuevas circunstancias.

Lo nuevo y lo viejo del PSOEPor ejemplo, el conflicto del PSOE con el concepto de nación no es patrimonio de Sánchez y los suyos. Es una carencia que nació cuando empezó a ser más difícil para el socialismo español llegar a acuerdos sobre cuestiones fundamentales para España con su alternativa de Gobierno que con los nacionalismos periféricos (cierto es que esa inclinación, con intensidad distinta, también ha sido característica en la derecha). Mientras los éxitos electorales henchían las velas, satisfaciendo apetitos colectivos y personales, la confusión sobre el concepto de nación paseó alegremente por Santillana y por Granada, siempre a impulsos de un PSC tan errático entonces como hoy.

Podemos recurrir a otros ejemplos como éste que justificarían en gran parte la postergación política de la socialdemocracia española, pero no sería suficiente para conseguir un diagnóstico acertado sobre los males del PSOE. Kant decía sobre la Revolución Francesa: «semejante fenómeno en la historia de la humanidad ya no se olvida, pues ha descubierto en la naturaleza humana una disposición y una facultad para lo mejor...»; en esa atracción por los fulgores revolucionarios, le siguieron otros como Hegel. Muy cierto es que con el paso del tiempo los apasionamientos por la Revolución Francesa quedaron en su verdadera dimensión. Tal vez los filósofos ilustrados de aquel tiempo constataban que la incertidumbre, «el malestar del cambio» (Eric Teller) en las sociedades occidentales de aquel momento indicaba que ya nada sería igual al monótono transcurrir de los años y aún de los siglos. Hoy vivimos un periodo de cambios, impulsados por las nuevas tecnologías, tan profundos como los que excitaban a Europa a finales del siglo XVIII. Para percatarnos sólo pensemos que en el año 1900, cuando se «empezó a incrementar la velocidad de las novedades tecnológicas «, eran necesarios 20 ó 30 años para que la sociedad sintiera «la incomodidad de los cambios», hoy el promedio es de 4 ó 5 años y será menor según vaya pasando el tiempo.

Esta revolución, a la que asistimos sin darnos cuenta cabal de sus consecuencias, está cambiando muy profundamente y a una velocidad impensable hace 30 años las sociedades occidentales, pero también las más pobres o las que están en vías de desarrollo. Desaparece ante nuestros ojos la homogeneidad de una sociedad configurada en clases, que permitieron la aparición del Estado de Derecho, Social y Liberal, tal y como lo hemos conocido desde la última guerra mundial. El debilitamiento de la coherencia de las clases -no impide esto contemplar aumentos relativos de la desigualdad y un incremento objetivo de incertidumbres sobre el futuro que influyen en las reacciones de las sociedades actuales- a su vez debilita las bases del sistema, permitiendo la proliferación, como siempre que predominan las incertidumbres, de populismos de derechas, de izquierdas y nacionalismos agresivos, todos en busca de una seguridad que no encuentran en las opciones tradicionales.

El primer ejemplo del cambio en la vida política y en el sistema de partidos se vio en los EEUU. ¿No muestra una crisis política de mucha envergadura una sociedad como la americana que ayer retiraba de la carrera política a cualquiera que mintiera (fuera el engaño grande o pequeño, tuviera influencia en la esfera pública o se redujera su existencia al ámbito privado) y hoy elige un presidente que no sabe diferenciar entre la verdad y la mentira? Y, ¿No es otra muestra de la crisis de los partidos americanos que el nuevo presidente ganara en las primarias del Partido Republicano a todos los representantes convencionales de la derecha estadounidense? Después de esto nadie duda de que el partido republicano ya nunca será igual o parecido al que fue durante los últimos 50 años.

Los mismos signos de crisis los podemos ver en parte de la derecha política europea. Pero los signos más llamativos y menos discutibles son los que nos muestran la crisis de la socialdemocracia europea, descabalgada del poder en numerosos países, cuando no insignificante o sencillamente desaparecida. No se nos plantean problemas distintos en España, sólo se suman algunos que nos son muy propios. En el debate entre pragmatismo y pureza ideológica se oculta una visión de la socialdemocracia que definirá su futuro. «Los puros» consideran que el fracaso se debe a la derechización ideológica y a que se ha perdido la iniciativa programática, «los pragmáticos» piensan exclusivamente en las sumas parlamentarias que les permitan volver al Gobierno aunque sea de manera ancilar. En realidad el fracaso político se debe a no saber qué hacer después de la victoria ideológica. Hoy, con más o menos intensidad, los principios de la socialdemocracia han sido asumidos por la mayoría social y cualquier retroceso de grado, ¡y no hablemos de retrocesos en los principios esenciales!, es ferozmente contestado por una sociedad que, aunque debilitada en las diferencias de clase, se siente aludida globalmente cuando se atacan desde los diferentes gobiernos los principios socialdemócratas.

El dilema hoy y en el futuro se plantea entre quienes estén dispuestos a liderar esos profundos cambios que provocan la globalización y la revolución tecnológica, quienes se opongan a esa realidad inevitable, fundamentalmente populismos de izquierda o nacionalismos exacerbados, y quienes sencillamente se resignen. Hasta que encontremos la forma, en este tiempo inflacionario en cambios, de consolidar los consensos políticos que hasta hace bien poco fomentaban la homogeneidad de las clases, todo será más inestable y efímero. Todo es más difícil en tiempos de cambios, pero a lo único que los socialistas no pueden renunciar es a optimizar las consecuencias positivas de las transformaciones a las que asistimos ni a minimizar las negativas. Es decir, no puede renunciar al liderazgo de los nuevos tiempos, atrincherándose en cómodos lugares comunes y en soluciones pensadas para un mundo más sencillo y unas sociedades menos complejas que las que nos han tocado vivir.

Volviendo a nuestro país, podemos afirmar que con estos marcos de referencia nuevos, un proyecto político que no tenga claro que España es históricamente una nación política y que el progreso nos impulsa a contribuir al éxito de una UE más integrada y responsable con el mundo, formará parte del pasado. Proyecto político, el socialdemócrata, que tiene como enemigos declarados los populismos y los nacionalismos, que coinciden en tener un compromiso, tanto con España como con la UE, de naturaleza condicional. Es decir, si satisfacen sus pretensiones, sus proyectos, sus anhelos todo es visto sin problemas, si la dirección es contraria a sus intereses, ambas, España y la Unión, se convierten en objetivo a batir. Ha terminado, aunque no nos demos cuenta todavía, la preponderancia de los discursos sectoriales por los que el político se dirigía a sus votantes por su edad, sexo, religión u origen, y empiezan a ser necesarios los discursos que se dirijan a individuos responsables, libres e iguales, es decir, a ciudadanos. Para los que verdaderamente apuestan por el progreso y quieren participar en él se acaba el discurso de lo pequeño y empieza a ser necesario el de lo universal. Ya no da más de sí lo cercano e identitario y empiezan a ser necesarias las ideas que tengan en cuenta la revolución científica a la que estamos asistiendo, que modifica comportamientos y relaciones en todos los ámbitos públicos y privados del ser humano.

Esa es la nueva realidad y para enfrentarla necesitamos la experiencia del pasado y la voluntad de romper unas cadenas ideológicas que hace tiempo quedaron trasnochadas. Pueden cambiar reglamentos, pueden mantener las guerras civiles internas, pueden reconfortarse con el pasado de Pablo Iglesias, Largo Caballero, Prieto o Besteiro, pero hacerles honor consiste en tener la valentía de cambiar según cambia la sociedad. Todo lo que no sea esto, será él prolegómeno, más o menos amplio, de la irrelevancia.

Nicolás Redondo Terreros es miembro del consejo editorial de EL MUNDO.

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