Hace pocas semanas, aprovechando un corto entreacto en la cuestión catalana, se ha debatido la propuesta de derogación de la denominada prisión permanente revisable y ha salido a colación el principio de reinserción de los presos. Vivimos en una sociedad politizada hasta extremos increíbles y todo se debate con tanta pasión como ausencia de profundidad. Son remolinos que difuminan los problemas entre el polvo que levantan e impiden abordarlos con el necesario rigor.
La humanización de las penas privativas de libertad forma parte del código progresista de la Ilustración, como también la orientación de la pena a la reinserción social de los condenados. Se pretende que la pérdida de la libertad sea la única sanción y no vaya acompañada de otros castigos físicos e incomodidades innecesarias y, al mismo tiempo, que la administración penitenciaria reeduque al preso para que pueda volver a ser un ciudadano normal. Ambos principios inspiran hoy la política penitenciaria de las democracias más avanzadas. España no es una excepción y les da acogimiento constitucional: la doctrina rousoniana del hombre naturalmente bueno corrompido por la sociedad prevalece sobre la del criminal nato del profesor Lombrosso.
El tema penitenciario fue dramática actualidad durante la transición democrática. Entre las muchas iniciativas conjuradas para hacerla fracasar militaba la Coordinadora de Presos en Lucha, conocida abreviadamente como Copel. Nunca se supo con absoluta certeza quién era el cerebro director de aquellos facinerosos, aunque más parecía se tratase de una iniciativa de la extrema izquierda que de la extrema derecha. Sus miembros eran muy violentos y los motines provocados en las prisiones también lo fueron. El director de Instituciones Penitenciarias, Jesús Haddad, afrontó con habilidad y entereza la dificilísima situación. Celebró reuniones con asociaciones y líderes de opinión que impulsaban, dentro de la ley, los objetivos de mejora en las condiciones carcelarias y la efectiva reinserción de los condenados. Entre ellos destacaba el preparado e idealista profesor Carlos García Valdés.
Una mañana, los sicarios de Copel asesinaron a tiros, al salir de su casa, al valiente Jesús Haddad. El ministro Lavilla designó entonces para sustituirle al profesor García Valdés, que tuvo el valor de aceptar el cargo. A las pocas semanas le tirotearon en la calle de San Bernardo a dos manzanas del ministerio. Sus escoltas repelieron a tiros el ataque. No hubo muertos ni heridos. Tampoco los hubo en la explosión de una bomba colocada, unos días después, debajo de la escalera del ministerio no lejos de mi modesto despacho.
Ahora la cuestión de la reinserción se ha planteado –afortunadamente, sin motines, ni tiros, ni bombas– con motivo de la prisión permanente revisable; en algo hemos progresado. El debate ha despertado una pasión ciudadana exacerbada por lo reciente de unos asesinatos de crueldad y vileza máximas.
El asunto ha trascendido el ámbito formal de lo político y de lo jurídico y se ha asumido de manera directa e inmediata por la ciudadanía. En una comparecencia televisiva, la representante de Podemos se refirió con alborozo a esta circunstancia y propuso que la cuestión fuese decidida en referéndum por los ciudadanos. Para Podemos –incluso perdiendo– cualquier pretexto es válido para proclamar un régimen asambleario. Era una evidente distorsión de los hechos típica de la extrema izquierda: los familiares de las víctimas han actuado recogiendo firmas con respeto máximo a las formas democráticas y no han planteado una decisión plebiscitaria de la cuestión. Se han limitado a hacer llegar a los representantes políticos el deseo, ampliamente sentido, de que el Congreso mantenga la prisión permanente revisable para delitos muy graves, como los que ellos han sufrido y han causado dolor y estupor en toda la sociedad.
En el acaloramiento propio de nuestros debates políticos, el representante del PSOE –que ya se habrá arrepentido– sugirió un sentimiento de venganza por parte de los familiares de las víctimas que han protagonizado la recogida de firmas contra la derogación. Era un juicio de intenciones dialécticamente inaceptable, políticamente inoportuno, moralmente condenable y jurídicamente ineficaz. La cuestión no es el sentimiento personal de los damnificados por los horrendos delitos soportados, sino la justificación objetiva, o no, de la norma y su adecuación, o no, al texto constitucional. La falacia y el mal gusto estuvo también presente en la argumentación del representante del PNV cuando dijo que la pena, hoy vigente, no había impedido el asesinato del niño Gabriel.
Se argumenta a favor de la derogación de la prisión permanente revisable el que ésta implica una cadena perpetua incompatible con el principio de reinserción social de los condenados. No es así. La prisión permanente revisable tiene una duración inicial determinada. A su finalización se evalúa al preso, y solo si de esta evaluación resulta el mantenimiento de su peligrosidad, la pena se mantiene hasta una siguiente evaluación. Es pues de duración indefinida dependiente de la reeducación del preso. No contradice el principio de reinserción social, sino que lo confirma con una comprobación caso por caso del éxito de la reeducación, sin darla por supuesta por el mero transcurso del tiempo, como sucede ahora. Tampoco vulnera el principio de especificidad de las penas puesto que el régimen de prórrogas está claramente preestablecido. Así lo entienden multitud de países democráticos con medidas análogas a la española.
La reinserción es algo deseable que beneficia tanto al preso como a la sociedad, pero no es el fin esencial de la pena. Este fin es el restablecimiento del orden social vulnerado, la disuasión al potencial delincuente y la protección de la sociedad frente a condenados con una inclinación irrefrenable a delinquir: es un hecho frecuente la reincidencia de condenados en situación de libertad provisional o con condena cumplida por delitos de pederastia, de violación o de violencia de genero grave. La sociedad tiene derecho a defenderse, con una eficaz prevención, de una reincidencia previsible.
Hoy por hoy, lo permanente y urgentemente revisable es la polarización de los partidos ante muchas cuestiones de interés nacional, como ésta, en las que la unidad debería de prevalecer sobre la ideología sectaria y el afán de alcanzar o de mantener el poder.
Daniel García-Pita Pemán, jurista.