Lo políticamente correcto mina el conocimiento

Los informes del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático son el resultado de una ingente tarea en la que intervienen, de forma totalmente desinteresada, cientos de científicos. Sin duda, los miles de páginas de los informes constituyen una aportación científica muy valiosa, cuya lectura resulta indispensable para todos los interesados en el fenómeno del cambio climático. Sin embargo, este trabajo ejemplar queda seriamente desvirtuado cuando los científicos y académicos autores del informe se reúnen con los representantes de los Gobiernos para redactar un resumen consensuado de alrededor de una cuarentena de páginas destinado a los políticos y a la opinión pública.

A este respecto, el semanario The Economist ha publicado un interesante artículo titulado Dentro de la fábrica de salchichas (Inside the sausage factory) en el que desvelan ciertos detalles del procedimiento de trabajo y de la disputa que se establece entre científicos y diplomáticos a la hora de elaborar dicho resumen. Detalles que no trascienden a la opinión pública, pero que resultan fundamentales a la hora de calibrar la validez de las conclusiones consensuadas. No en vano, el título del artículo que les comento se inspira en una frase atribuida al canciller Bismarck que dice: “Cuanto menos sepa la gente sobre cómo se elaboran las leyes y las salchichas, mejor dormirán por la noche”.

Cuando los científicos son requeridos a hablar con una sola voz, generalmente se les pide hacerlo de la manera más acientífica posible: a través de un informe consensuado. Este pretende concentrar el conocimiento de muchos expertos en un único punto de vista, con el propósito de resolver disputas y ayudar a formular políticas de actuación concretas.

En principio, la idea parece simple y operativa. Sin embargo, en la práctica, el procedimiento utilizado para alcanzar el consenso a menudo se vuelve en contra de los objetivos que este pretende alcanzar, socavando la autoridad que busca proyectar. Con demasiada frecuencia, los desacuerdos en el seno del panel de expertos se zanjan, no con la búsqueda de las respuestas más “acertadas”, sino intentando lograr un equilibrio o acuerdo político. Las discusiones que ocupan a los expertos en busca de consenso suelen situarse más en el terreno de la política que en el de la ciencia. Y esto presenta múltiples inconvenientes.

Si se pregunta a un panel de expertos sobre temas de carácter amplio —como, por ejemplo la orientación futura de una determinada actividad o sector, o las formas de mejorar un programa de Gobierno— las recomendaciones que se obtienen son, por regla general, aburridas y predecibles. Las ideas nuevas y controvertidas suelen quedar fuera de toda consideración. Y, por otra parte, ante la falta de consenso, la posición más común es la de demandar más información e investigación —la única recomendación en la que la mayoría de los científicos están de acuerdo—.

En otros casos, los panelistas son requeridos para lograr un consenso sobre cuestiones técnicas concretas que se encuentran en el centro del debate público. La pretensión es que la controversia pueda ser resuelta a partir de un posicionamiento científico unificado, pero esta esperanza rara vez se ve cumplida. De hecho, la idea de que la ciencia expresa mejor su autoridad a través de declaraciones consensuadas supone un ataque frontal a los principios que rigen cualquier actitud científica coherente. El consenso está bien para los libros de texto, pero la ciencia basa su progreso en un constante desafío al statu quo del conocimiento, el cual, por definición, siempre es imperfecto.

Probablemente, la ciencia sería mucho más útil a la política si su contribución se articulara en torno a una variedad de interpretaciones, opiniones y perspectivas, aportadas por los mejores expertos, en vez de forzar la convergencia de todas en una sola voz supuestamente unificadora.

Cualquiera que haya trabajado en una comisión de consenso sabe que buena parte de las contribuciones más interesantes sobre un determinado tema se quedan fuera del informe final. Muchas ideas no son recogidas, no porque sean erróneas o carezcan de importancia, sino porque no tienen el apoyo de algunos grupos políticos con la suficiente fuerza en el seno de la comisión como para impedir su inclusión. El consenso suele pagarse a un precio muy alto: la eliminación de diversas propuestas y alternativas que podrían ser muy valiosas para las autoridades interesadas en la resolución de problemas complejos. Algunos informes consensuados incluyen las opiniones disidentes o minoritarias, pero éstas suelen ser relegadas a las últimas páginas, como si se admitiera, a regañadientes, la existencia de ciertas opiniones marginales de algunos panelistas descontentos.

En este sentido, la ciencia tendría que ser más transparente en los documentos de consenso y aplicar la práctica judicial procesal de diversos países —entre ellos España— consistente en que cuando en el seno de un Tribunal pluripersonal o colegiado, alguno de sus miembros manifiestan disconformidad con la decisión tomada por la mayoría, el disidente razona su discrepancia en los llamados “votos particulares” que se adjuntan a la sentencia. Esta práctica también se extiende a órganos públicos colegiados que emiten resoluciones o propuestas.

Frente a un consenso descafeinado, constatar desacuerdos relevantes entre los científicos resulta de gran utilidad para la toma de decisiones, ya que la existencia de diversas alternativas razonadas aportan información y enriquecen la discusión, manteniendo abiertas varias opciones a medida que la controversia analizada evoluciona. En ciencia solo debería existir consenso sobre las bondades de la disensión.

Mariano Marzo Carpio es catedrático de Recursos Energéticos en la Facultad de Geología de la Universidad de Barcelona.

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