En los años que siguieron al 11 de septiembre de 2001 se extendió, tanto en Estados Unidos como en la Unión Europea, cierta visión sobre Al Qaeda, el terrorismo global y la amenaza del terrorismo global. Dicho planteamiento, formulado en términos intelectualmente atractivos pero carentes de suficiente evidencia, fue asumido por muchos expertos académicos y analistas de think tanks especializados en cuestiones de seguridad y defensa, al igual que por no pocos periodistas. Incluso llegó a darse por bueno, siquiera temporalmente, entre profesionales de determinados servicios de inteligencia, quizá en este supuesto de un modo políticamente inducido. Me refiero a la conjetura de acuerdo con la cual, como resultado de la intervención militar en Afganistán tras los atentados de Nueva York y Washington, así como de la miríada de iniciativas contraterroristas adoptadas no solo en el ámbito del mundo occidental, sino en países de Asia del Sur, el sureste asiático y Oriente Próximo, el fenómeno del terrorismo yihadista había sufrido una mutación que puede resumirse en las siguientes cuatro tesis.
En primer lugar, según dicho argumento, Al Qaeda había sido destruida como una organización terrorista activa, dotada de jerarquía interna o estructuras de mando y control, hasta el punto de perder sus capacidades y convertirse en una entidad prácticamente irrelevante, cuyos otrora más destacados integrantes estarían dedicados a producir ideología. En segundo lugar, el propio Osama bin Laden ya no era más que un símbolo, un icono con reminiscencias carismáticas, incapacitado para liderar yihad alguna o tomar decisiones en relación con el curso del terrorismo yihadista. En tercer lugar, el yihadismo global había derivado en un fenómeno amorfo, horizontal y no vertical, no solo descentralizado sino desorganizado y, por supuesto, carente de liderazgo y estrategia. En cuarto lugar, como consecuencia, la amenaza del terrorismo global, particularmente en las sociedades occidentales, no procedía ya de organizaciones yihadistas formales, sino de células locales independientes ubicadas en la periferia del movimiento de la yihad global y que actúan por su cuenta.
Sin embargo, transcurrido algo más de un mes desde que unidades operativas especiales de Estados Unidos dieran muerte a Osama bin Laden en el recinto de Abbottabad, donde los servicios de inteligencia de ese mismo país habían conseguido localizarlo, la información procedente de esa localidad paquistaní parece refutar esa visión de Al Qaeda, del terrorismo global y de la amenaza que implica. Lo que se conoce acerca de la documentación y los ordenadores hallados en Abbottabad pone de manifiesto que, hasta el mismo día 2 de mayo, Osama bin Laden hacía mucho más que proporcionar inspiración ocasional mediante la grabación de mensajes audiovisuales destinados a sus seguidores. Actuaba, dentro de los constreñimientos propios de la clandestinidad en que vivía, como auténtico líder de una organización terrorista. Por ejemplo, proporcionaba orientación para el subsiguiente planeamiento y la comisión de atentados. También se ocupaba de gestiones relativas a relaciones con otras entidades yihadistas y de la atención a donantes financieros.
Desde Abbottabad, Osama bin Laden exhortaba a los responsables operativos de Al Qaeda, incluyendo Ayman al Zawahir y Atiyah Abd al Rahman, con quien tenía contacto directo y asiduo, para que se centraran en atentados en Estados Unidos, aunque anotaciones que habrían sido realizadas el pasado año apuntaban asimismo a Canadá, Israel, Reino Unido, Alemania, Francia y España. Sugería fechas adecuadas para actos de terrorismo en territorio estadounidense, como el 4 de julio o el décimo aniversario del 11-S. Indicaba blancos como el sistema ferroviario en distintas ciudades norteamericanas o barcos petroleros e infraestructuras energéticas en el mar. Hasta pergeñó el perfil de individuos que deberían ser reclutados para atentar en Norteamérica, como afroamericanos y latinos. Ordenó asaltos coordinados en sitios turísticos de al menos tres naciones de Europa Occidental y llegó a implicarse en la preparación de atentados concretos, como el previsto para la Semana Santa de 2009 en un centro comercial de Manchester, desbaratado por las fuerzas de seguridad británicas.
En el ámbito de las relaciones interorganizativas, Osama bin Laden no solo trasladaba mensajes con asesoramiento estratégico a Al Qaeda en la península Arábiga, confirmando a esta entidad como primus inter pares en las relaciones entre Al Qaeda y sus franquicias o, como personalmente prefiero describirlas, extensiones territoriales. Más aún, el año pasado decidió sobre si el liderazgo de dicha entidad, actualmente asentada sobre todo en suelo yemení, debía o no permanecer sin cambios. Fue cuando desde el directorio de Al Qaeda en la península Arábiga se le pidió que colocara en la dirección de la misma a Anwar al Awlaki, un conocido doctrinario yihadista de ascendencia yemení pero ciudadanía estadounidense, que cuenta con una notable audiencia a través de Internet. Esto no necesariamente significa que Osama bin Laden haya dispuesto de la misma autoridad sobre los dirigentes de otras dos extensiones territoriales, casos de Al Qaeda en Mesopotamia y de Al Qaeda en el Magreb Islámico, lo que en parte se explica por su distinto proceso de formación.
Pero Osama bin Laden, además de mantener relaciones de autoridad con una de sus franquicias, lo hacía también con organizaciones asociadas con Al Qaeda. Al Shabaab era una de las entidades yihadistas destinataria de instrucciones remitidas por aquel. No extrañará que, hace unas semanas, sus principales mandos en Somalia hablasen, literalmente, de vengar "la muerte de nuestro líder". Además, 15 días después de que Osama bin Laden fuese abatido, un destacado jefe de los talibanes afganos dio a conocer que lo había visitado en su residencia de Abbottabad. Tampoco sorprenderá que el portavoz de Therik e Taliban Pakistan se haya referido al supuesto jefe interino de Al Qaeda, Saif al Adel, textualmente, como "nuestro nuevo líder". Y es que, desde Abbottabad, Osama bin Laden se afanaba, en sus últimos días, por unificar en una renovada coalición a las entidades yihadistas que actúan en el sur de Asia. Todo lo cual apunta a la coordinación entre Al Qaeda y sus extensiones territoriales o sus organizaciones asociadas, al mismo tiempo que a una subordinación de estas a aquella.
En suma, Abbottabad nos dice que Al Qaeda permanecía articulada y activa, pese a tener degradadas sus capacidades operativas, muy aminoradas sus infraestructuras terroristas, contar con apenas unos centenares de miembros propios y haber ido progresivamente perdiendo apoyo popular en los países con sociedades mayoritariamente musulmanas. Nos dice que Osama bin Laden continuaba ejerciendo importantes funciones de mando dentro de la misma y proveyéndola de estrategia general. Nos confirma también, a la vista de su dedicación a relaciones interorganizativas, que el yihadismo global no es un fenómeno amorfo sino polimorfo, al igual que la centralidad de Al Qaeda en el seno de este heterogéneo y expandido movimiento. Diez años después del 11-S, la amenaza que plantea el terrorismo global es variada y tiene múltiples focos. Nadie debe ignorar la que suponen las células independientes y los llamados lobos solitarios, a cuya yihad individual acaban de apelar altos dirigentes de Al Qaeda, acaso como evidencia de sus limitaciones operativas, aunque podría también tratarse de una maniobra de distracción. Pero la amenaza terrorista más seria, en nuestras sociedades, sigue procediendo de entidades yihadistas organizadas, incluyendo, todavía, la propia Al Qaeda.
Fernando Reinares, investigador principal de terrorismo internacional en el Real Instituto Elcano y catedrático en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Rey Juan Carlos. Actualmente es Public Policy Scholar en el Woodrow Wilson Center de Washington