Lo que deja atrás el despertar árabe

La conmoción que siguió al despertar árabe ha hecho estragos en las economías de los países afectados. Asesinatos políticos y polarización en Túnez, descontento civil y toma del poder por los militares en Egipto, ataques terroristas en Yemen, lucha sectaria y vacío institucional en Libia, guerra civil en Siria, todo contribuyó a que cayeran abruptamente las inversiones, el turismo, las exportaciones y el crecimiento del PIB, lo cual agrava los desequilibrios macroeconómicos. Por ejemplo, el déficit fiscal de Egipto ya equivale al 14% del PIB, mientras que la deuda pública está cerca de llegar al 100% del PIB. La mayoría de los países del despertar árabe carecen de amortiguadores que les permitan soportar futuras perturbaciones económicas.

Para peor, más allá del hecho de que algunos líderes autocráticos ya no estén, los problemas que impulsaron los levantamientos siguen en su mayor parte sin respuesta. De hecho, en la actualidad hay más desempleo que en 2010. Los subsidios indiscriminados a los combustibles y el costo salarial del sector público se han incrementado, lo cual priva de recursos a los muy necesarios programas de inversión pública y ayuda a las familias pobres, al tiempo que impide el desarrollo de un sector privado dinámico y competitivo y limita el crédito disponible para las empresas nuevas. Entretanto, empeoró la provisión de servicios públicos.

Además, la situación política todavía no está resuelta: hay gobiernos transicionales o interinos, constituciones sin terminar, incertidumbre sobre las fechas de las futuras elecciones. En síntesis, los países en transición del mundo árabe son hoy mucho más vulnerables que durante el clímax de las protestas en 2011.

En estas circunstancias, estas frágiles economías corren riesgo de colapsar ante cualquier perturbación externa, lo que provocaría niveles de pobreza y escasez devastadores. Y ciertas medidas correctivas (por ejemplo, un abrupto aumento de los impuestos, recortes del gasto o la devaluación de las monedas locales) pueden ser contraproducentes y estimular la inestabilidad política, demorar todavía más las elecciones y agravar los mismos desequilibrios que deberían resolver.

Incluso si los gobiernos de estos países lograran restaurar el equilibrio macroeconómico en forma gradual, es probable que sigan sin resolverse problemas estructurales tales como el alto desempleo, la falta de un clima propicio para las inversiones y la inadecuada provisión de servicios públicos. En estas condiciones, no habría crecimiento suficiente para crear empleos para los millones de jóvenes que ingresen al mercado de trabajo. Y el despertar árabe quedaría reducido a un hecho casi insignificante en la historia del desarrollo socioeconómico de los países afectados.

Hasta ahora, la respuesta de la comunidad internacional ha sido, como mucho, fragmentaria. En 2011, la Alianza Deauville del G-8 (que trajo a la región al Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo, BERD) prometió que las instituciones financieras internacionales proveerían 38.000 millones de dólares a los países en transición en un plazo de tres años.

Pero esa promesa se basó más en los canales que esas instituciones ya tenían abiertos que en las nuevas necesidades de los países en transición. Para colmo, los problemas macroeconómicos de base, la lentitud de las reformas y la agitación política han limitado el uso de estos recursos. Y visto en la perspectiva de los países en transición, el apoyo bilateral de parte del G-8 y de la Unión Europea ha sido decepcionante.

Los países miembros del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) –especialmente Arabia Saudita, los Emiratos Árabes Unidos, Qatar y Kuwait– han contribuido unos 28.000 millones de dólares a los países en transición. Pero aunque estos recursos ayudaron a financiar los faltantes de presupuesto, estabilizar las reservas y llevar tranquilidad a los mercados, no han sido bien aprovechados para mejorar el marco de políticas, fortalecer la implementación de proyectos de inversión pública o, en un sentido más general, poner a los países en transición en una senda de crecimiento inclusivo y sostenible.

Para que los países del despertar árabe cuenten con el margen que necesitan para transformar sus economías y sus sistemas políticos sin riesgo de desestabilización o colapso, es preciso que la comunidad internacional amplíe el nivel de su ayuda financiera, política e institucional. Esto debería incluir:

  • nuevos programas de ayuda financiera vinculados a la realización de reformas a largo plazo, por un valor de entre 30.000 y 40.000 millones de dólares por año durante unos tres años;
  • apoyo técnico para garantizar que estos fondos se canalicen a la inversión pública productiva en programas de obras públicas para crear empleo en el corto plazo y en proyectos de infraestructura a más largo plazo para aliviar los problemas de abastecimiento;
  • un marco integral para el comercio, la reforma regulatoria y la inversión, que se podría lograr, por ejemplo, mediante la firma de acuerdos amplios de libre comercio con la UE;
  • apoyo político e institucional para la restauración de la confianza entre los gobiernos y los ciudadanos, lo que incluiría eliminar las trabas burocráticas y el nepotismo en las transacciones comerciales, dar a los usuarios pobres herramientas de control de los proveedores de servicios públicos y mejorar los programas de protección social de los ciudadanos más vulnerables.

Esta combinación de medidas de ayuda está pensada para aprovechar de la mejor manera posible las capacidades de los socios bilaterales y multilaterales de la región, como el CCG, la UE y Estados Unidos, así como las de instituciones financieras como el Banco Mundial, el FMI, el BERD, el Banco Africano de Desarrollo, el Banco Islámico de Desarrollo y los fondos árabes de ayuda al desarrollo. Estos actores se complementan entre sí en materia de conocimiento sistémico, capacidad de implementación y disponibilidad de recursos financieros.

El inminente encuentro de ministros de finanzas que tendrá lugar en Washington, DC, en el marco de las reuniones anuales del Banco Mundial y el FMI, es una oportunidad ideal para comenzar a crear consenso en torno de este tipo de iniciativas tan necesarias. Si no se actúa de inmediato, es muy probable que los que salieron a las calles (y, de hecho, arriesgaron sus vidas) para luchar por su dignidad y reclamar oportunidades lo hayan hecho en vano.

Erik Berglof is Chief Economist of the European Bank for Reconstruction and Development. Shanta Devarajan is the World Bank’s chief economist for the Middle East and North Africa. Traducción: Esteban Flamini.

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