Lo que deja Lorenzo Gomis

Por Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB (LA VANGUARDIA, 05/01/06):

De improviso, con su habitual buena educación, nos ha dejado Lorenzo Gomis, poeta, profesor de universidad, escritor y periodista. En todas estas facetas demostró que era una persona inteligente y extraordinariamente cualificada: los lectores de La Vanguardia lo han podido comprobar cada lunes a lo largo de estos últimos años. Pero su gran obra ha sido fundar y dirigir durante más de cincuenta años la revista El Ciervo, que, a la manera del Barça, ha sido más que una revista. En la primera etapa del franquismo, hubo en Barcelona tres grupos culturales relevantes cuyo conocimiento es indispensable para entender aquella época y, sobre todo, para comprender que, aunque es cierto que Franco murió en la cama, muchas cosas estaban cambiando en una sociedad aparentemente inmóvil, que después explicarían la relativamente fácil transición. En primer lugar, estaba el grupo de Destino que daba continuidad a una Catalunya liberal, laica, cosmopolita, conservadora y catalanista. Se trataba de personas cultas, escépticas, hedonistas y con sentido del humor: Pla, Vergés, Luján, Teixidor, Montsalvatge, Brunet, Cortés, Sagarra. En segundo lugar, estaban los jóvenes que empezaron a tener presencia intelectual en revistas del SEU (sindicato universitario franquista) como Laie y que se irían inclinando claramente hacia la izquierda, predominantemente hacia el marxismo: Castellet, Sacristán, Barral, Gil de Biedma, los hermanos Goytisolo y los hermanos Ferrater. Era el sector catalán de la llamada generación madrileña del 56, aunque más partidarios de la felicidad, como les adjetivaría Carme Riera, que sus homólogos españoles. Este grupo se articuló en torno a la colección Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral. Quizás se podría añadir algún grupo más (el Dau al Set de Tàpies y Cuixart, la revista denominada Revista, de Ridruejo y Alberto Puig Palau), pero el tercero en importancia e influencia fue, sin duda, el grupo de El Ciervo. El primer número de El Ciervo apareció en 1951: el núcleo inicial estaba formado por jóvenes católicos, aficionados a la lectura y la escritura, ex alumnos de los jesuitas que vivían en la Barcelona burguesa, entre el Eixample y Sant Gervasi. Su intención principal era publicar una revista católica al margen del nacional catolicismo dominante. Probablemente, su modelo fue la francesa Témoignage Chrétien. En aquellos tiempos se estaba preparando el Congreso Eucarístico, que se celebró con pompa y boato en 1952. Ellos eran católicos, como el cardenal Tedeschini, representante del Papa en el Congreso, y como el arzobispo de Barcelona Modrego Casaus, antiguo capellán militar; pero entendían el catolicismo de otra manera, menos exhibicionista y triunfal, más desligado del poder político, más cercano a un Cristo evangélico, humilde y pobre. Por aquellos años, José Luis Aranguren caracterizaba a los "chicos de El Ciervo "con estas agudas palabras: "Tienen la costumbre de decir cuanto a juicio de los bienpensantes no se debe decir". El perfil era exacto. Al frente de este grupo, con una autoridad moral indiscutida, estaba Lorenzo Gomis, un joven espigado y de calva incipiente, un tímido obstinado y tenaz, un personaje que se revelaría como un gran corredor de fondo. Con los años, junto con Rosario Bofill, su esposa y compañera de fatigas, el empuje de esta personalidad fuerte de frágil apariencia física fue el factor determinante de la existencia y continuidad del espíritu de la revista. Así como los de Destino eran gente culta y resabiada, y los partidarios de la felicidad tenían una superior calidad literaria y académica, los de El Ciervo eran ingenuos, poco pretenciosos y amateurs, pero entusiastas, movidos por la fe, la esperanza y la caridad, convencidos de que había otro cristianismo más allá del oficial y otra moral católica menos carca e hipócrita que la dominante. Sus lecturas eran más literarias que teológicas. Tenían como autores de cabecera a Peguy, Bernanos, Mauriac, Graham Greene, Chesterton, Leon Bloy, Julien Greene, Bruce Marshall. En definitiva, los autores cristianos y vagamente heterodoxos que estudió Charles Moeller en su monumental obra, hoy olvidada. Ciertamente, también empezaban a leer a ensayistas y filósofos, como Teilhard de Chardin o Mounier. y algo después, a los teólogos que influirían en el concilio Vaticano II (Congar, Chenu, Von Baltasar, De Lubac, Danielou), pero sus fundamentos intelectuales primarios eran más modestos. Por ello, El Ciervo no fue una rígida escuela de pensamiento, sino más bien un estilo, un tono, una manera abierta y valiente de entender el cristianismo en tiempos difíciles dominados por un catolicismo de cruzada. El triunfo de los de El Ciervo sobrevino con el breve e intenso pontificado de Juan XXXIII, el gran Papa que tiene el honor de no haber sido canonizado. Primero la encíclica Mater et Magistra, después la Pacem in terris, finalmente la convocatoria del concilio. De repente, los de El Ciervo conectaban más con la Iglesia oficial de Roma que la mayoría de obispos españoles. El gran paso estaba dado y ellos, casi sin darse cuenta, lo habían intuido años antes. El nuevo cristianismo consistía en mirar a la tierra más que en mirar al cielo, en la caridad más que en la fe, en tratar de lo humano más que de lo divino. Lo resumía Lorenzo Gomis en un poema existencialista: "Lo humano no es el hombre, es lo que deja". Él nos ha dejado, pero lo que deja... ¡Uf! Explicar lo que deja no cabe en un artículo.