Lo que dice el caso Bosé de la libertad de expresión en España

Quique San Francisco, que es lo más parecido a Ricky Gervais que tendrá nunca España, vivió como quiso. Eso dicen quienes lo conocieron y se codearon con él.

Sin embargo, nada de lo que hizo por Chamberí, con o sin testigos, lo enfrentó al abismo de la existencia como criticar al PSOE durante la pasada primavera, todavía con España enjaulada y el guiñol pandémico quemando aceite a pleno rendimiento y engrasando el estado de excepción opinativo.

El humorista, tristemente fallecido este año, fue preclaro como sólo lo puede ser alguien que ha saldado ya todas sus deudas: “Cómo mienten, con qué desfachatez. Cómo se puede destrozar un país en tan poco tiempo. Espero que el pueblo reaccione, porque estos señores deben tener un castigo”.

Fue la época en que el Gobierno escenificaba las ruedas de prensa con presencia militar y en la que llegó a asegurar en una de ellas, a través del jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil, que su servicio de información estaba comprometido con “minimizar el clima contrario al Gobierno”.

Todo el kamasutra posterior de rectificaciones no hizo sino enfatizar una constante del último año: la desigual e hiperbólica batalla contra la disidencia.

El sometimiento se agravó con el tormentoso giro editorial de Twitter, quizá la primera red social de la historia que decide tendenciosamente (¡en pos de la verdad!) quién puede hablar sobre qué. Empezando por el presidente de los Estados Unidos.

Fuera de esas pequeñas expresiones digitales, los pocos que protestaron fueron insultados en el Congreso: pijos, cayetanos, insolidarios. Parte de la cultura hegemónica del país lanzó un mensaje al unísono que calificaba a los desencantados con el Gobierno de peligrosos alienados que salían a la calle a contagiar.

Durante meses, ese estado de opinión se ha servido de los canales de información de masas, donde medran activistas convencidos e irredentos. Sólo hay que echar un vistazo a cómo se han tratado, sin excepción, los pocos espacios de escepticismo donde algunos se han expresado de forma pública.

La caza a Iker Jiménez, el primero que recurrió a especialistas para explicar el origen del coronavirus y que se hizo preguntas sobre las políticas (todavía hoy en entredicho) de contención y control de la transmisión, es quizá el ejemplo más paradigmático.

Sobre todo, cuando esos mismos especialistas que en verano sólo participaban en YouTube han sido posteriormente incorporados al prime time televisivo. Un prime time televisivo bajo cuyos focos, atención y aplausos han desarrollado perfiles muy diversos, pero siempre alimentados por el catastrofismo. La televisión ha asumido el papel censor principal del marco cultural.

Todo esto se ha podido comprobar durante la entrevista a Miguel Bosé en La Sexta, que discurrió sobre todo en dos direcciones.

La primera, su adicción a las drogas. La segunda, su posición ante el coronavirus (y la gestión de la epidemia, que es la parte que suele obviarse cuando se utiliza, con pautada perversión, la palabra negacionista).

Como Miguel Bosé reconoció haber llevado una vida de excesos al mismo tiempo que expresaba sus dudas respecto a la pandemia, el espectador no pudo evitar absorber la fina manipulación y establecer una relación inmediata entre ambas.

Pero cuando Bosé rechazó debatir sobre el coronavirus con un científico (elegido, claro, por La Sexta: podría ser cualquiera, incluso los que negaban el coronavirus en 2020, hoy a sueldo del zeitgeist) estaba demostrando una honestidad superior a la media.

Jordi Évole se lo reconoció siseando entre dientes, a sabiendas de que en su cabeza y en la de sus espectadores parecía haber ganado una batalla.

Pasó algo similar con Victoria Abril. Antes de que muchos, también en el Gobierno, expresaran sus dudas con la vacuna de AstraZeneca, la actriz se descolgó mencionando algunos términos comunes al escepticismo, como el de plandemia o el de “somos cobayas”.

María Guerra, presidenta de los Premios Feroz que reconocían la carrera de la actriz, dijo: “No teníamos ni idea de su discurso negacionista”. De haber tenido idea, ¿le habrían prohibido hablar? ¿Le habrían retirado el premio?

Arrogarse esa capacidad de censurar sólo está al alcance de quienes se saben dominadores de la esfera mediática. Y, sobre todo, de quienes no toleran un mínimo atisbo de improvisación en los tan medidos alegatos culturales de la izquierda.

Esos alegatos que han evolucionado de sologripistas a concienzudos pretorianos de la ciencia en sólo unos meses (y de forma, dirán, espontánea).

“Ahora resulta que si estás de acuerdo con Vox eres un facha” lamentó Quique San Francisco. Aunque la cosa no es así del todo.

Lo que te invalida no es tanto estar a favor de unos como significarte en contra de otros. Gobierno y adláteres resolvieron por la vía rápida que la cultura y eso que llaman humor (que no existe en España: sólo hay agitprop muy caro) es un atajo para cursar la caza de brujas de siempre.

Una alegoría, en definitiva, de los tiempos que corren. Tiempos en los que se exige a los ciudadanos elegir entre servidumbre o marginalidad mientras se expone a los referentes mediáticos libres a un señalamiento indisimulado.

La prueba inequívoca de que la guerra cultural sólo existe en los mapamundis de los desclasados liberales de salón.

Manuel Mañero es periodista y editor del blog The Last Journo.

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