Lo que escucho cuando en Europa me llaman ‘persona de color’

Lo que escucho cuando en Europa me llaman ‘persona de color’

Entro a una panadería y una señora con amabilidad me pregunta: “¿Estás en casa de Andrea, donde viven las personas de color del edificio de enfrente?”. Voy a comprar una batidora en una tienda y uno de los dos dependientes me dice que el billete, que aún estoy sacando de mi billetera y que aún sostengo en mi mano y que él aún no ha comprobado, “es falso”. Salgo del metro y me subo a las escaleras mecánicas que llevan a la calle y el hombre que va en el escalón por delante del mío, se voltea, me mira y bruscamente quita la mochila que lleva en su espalda y la abraza en su pecho. Entro a un mercado y escucho a mi espalda: síguelo que va con una bolsa. En el espacio para niños de una biblioteca, donde hay una decena de padres con sus hijos que gritan y juegan, una trabajadora del lugar llega y va directamente a donde estoy sentado leyendo en silencio con mi hijo para decirme: “No sé si sabes que en las bibliotecas no sé chilla ni se corre”. Un periodista que me entrevista, me dice “ya estamos así” y agrega que antes de llegar a nuestra cita, acaba de pasar por una escuela y vio que “en el patio la mayoría de los niños eran de colores y los menos eran de raza pura”. Un grupo de conocidos vamos a jugar fútbol en una cancha y en el momento de pagar el alquiler del espacio, el organizador va a donde estoy y me dice: falta uno por dar el dinero aún. Voy a abordar un tren y, de toda la enorme fila, es a mí al único a quien le piden, además del billete electrónico, la identificación.

Las ocho escenas racistas anteriores las he vivido en Barcelona, a donde he llegado de manera intempestiva después de tener que salir de Cuba forzosamente tras vivir años de acoso y persecución por parte del régimen cubano por contar la realidad del país. Los pasajes los he ido anotando y estas ocho escenas son solo una muestra de las 78 que he padecido —y que he anotado— desde que llegué a Europa.

Por cuanto lugar he pasado durante los últimos siete meses —Ámsterdam, Copenhague, Granada, San Sebastián, Madrid, Mérida— ha salido a relucir mi color de piel. Ser, como me dicen aquí, una “persona de color”, no es un mero reconocimiento de exotismo —el cual ya de por sí viene con sus problemáticas—. Es una forma de aviso, de entendimiento de que, a pesar de que sea negro, me van a hacer el favor de tratarme “como persona”, o, tal vez más inadvertidamente ante sus ojos, tratándome como una persona de color merece ser tratada.

La presencia del racismo estructural probablemente se pueda ver en todo país que no ha tomado medidas para contrarrestarlo. Lo entendí en mi natal Cuba. Sin embargo, y tal vez por el hecho de nunca haber salido de mi país hasta enero pasado, no estaba preparado para cómo mi color de piel marcaría tan minuciosamente el curso de mi día a día fuera de la isla.

Esa insoportable cotidianidad me hizo buscar las leyes de España y descubrí que la Constitución deja claro en su artículo 14 que todas las personas son iguales ante la ley sin que prevalezca la discriminación por “sexo, raza, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. A pesar de ello, es innegable, por mi experiencia, que en la sociedad española perviven aires racistas muy elocuentes.

Lo peor del asunto no es que haya racismo en España —porque lamentablemente existe en toda Europa y en todo el mundo—, sino que 81.8% de personas discriminadas no denuncian tales agresiones, según un estudio de 2021 del Consejo para la Eliminación de la Discriminación Racial o Étnica (CEDRE). ¿Y por qué las víctimas no denuncian? Mi corta experiencia viviendo acá, investigando el tema, hablándolo con especialistas, debatiéndolo en diferentes ambientes, me ha llevado a entender que la gente no denuncia por miedo, porque se siente minoría, porque ser minoría implica la mayoría de las veces que no te escuchen, porque hay una deslegitimación social sobre esas denuncias, por temor a escuchar la palabra revictimizarse que utilizan quienes banalizan el fenómeno. Pero, sobre todas las cosas, porque quienes tienen el poder para legitimar verdaderamente esta lucha, para hacer ruido y denunciar, en definitiva quienes hacen y dictan las leyes, no son quienes las padecen.

Durante mi tiempo en este continente las respuestas a estas situaciones de racismo han sido relativamente uniformes. El más común es el silencio, mirándome con cara de “uy, no sé muy bien de lo que hablas”, o la minimización de estos pasajes, aludiendo que el racismo “verdadero” es el de Estados Unidos, donde sí matan a los negros. Como si yo debiera agradecerles por no matarme.

El de acá no le hace daño a nadie, por lo que me dicen. No es un problema contemporáneo, sino solo un producto de generaciones mayores que no saben cómo comportarse en la actualidad. Una actitud clásica: el enjuiciado —los racistas, en este caso— negará siempre hasta la saciedad de lo que se le acusa. Una defensa que identificó el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) al preguntar a los españoles si se declaraban racistas en un rango del 1 al 10, y obteniendo el resultado de 2.2 como media nacional.

En Barcelona, el racismo es la primera causa de discriminación, según información del Ayuntamiento. Un estudio destapó que 62% de los agentes inmobiliarios desarrollan prácticas racistas y ponen trabas en el alquiler de pisos a los inmigrantes. Como consecuencia de ese fenómeno, después de mudarme de piso recientemente recibí el siguiente mensaje de mi antiguo casero: “En contra de todo pronóstico decidí apostar por vosotros”.

Lo que me ha pasado no ha sucedido, como me lo quieren hacer creer, por cuestiones que desaparecerán una vez se vayan las generaciones más viejas. Es algo que está tan compenetrado con la cotidianidad que nadie parece entenderlo como algo que merece una solución. Y no es algo que solo vivimos unos pocos. Josep Borrell, alto representante de la Unión Europea para los Asuntos Exteriores, es capaz de aseverar que “Europa es un jardín y la mayor parte del resto del mundo es una jungla, y la jungla podría invadir el jardín”.

Cuando escucho el descriptor “persona de color” entiendo que mi color de piel me ha hecho un “otro” de facto. Las personas de color somos diferentes a las de “raza pura” y, por lo tanto, deberíamos agradecer que nos traten como personas. Pero mientras siga teniendo que explicar y justificar mi existencia en este lado del mundo, seguiré repitiendo lo mismo: el racismo no solo se reduce a los extremistas. El fenómeno existe y hay que asumirlo.

Abraham Jiménez Enoa es periodista en Cuba y cofundador de la revista ‘El Estornudo’.

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