Lo que está en juego

Los dioses aburren a quien quieren destruir. Hemos visto tantas cumbres a la desesperadade la eurozona sobre Grecia que muchos europeos se sienten ya casi narcolépticos. Dormitamos en el asiento del copiloto mientras el coche se precipita hacia el abismo. Pero esta vez es verdad. Si los jefes de Gobierno de la UE no encuentran forma de avanzar en la cumbre de urgencia del domingo, es posible que el lunes un proyecto de integración europea que cumple ya 70 años empiece a desmoronarse. Si creen que lo que está en juego es solo el futuro de Grecia, se equivocan.

Lo malo es que la constante incapacidad de la eurozona para hacer nada serio no es solo consecuencia de unas políticas defectuosas y un liderazgo débil, dos cosas abundantes en el Gobierno griego, el alemán y las instituciones europeas e internacionales. Las verdaderas causas están en unas debilidades estructurales del proyecto europeo que se arrastran desde hace decenios. La mayoría de los políticos responsables de ellas están ya muertos o gagás. En muchos sentidos, los líderes actuales están atrapados en la lógica disfuncional de las instituciones que crearon sus predecesores. Y para vencerla necesitan dar un extraordinario salto de valor e imaginación.

Si preguntan quiénes son las dos personas con más responsabilidad por la crisis de la eurozona, yo diría que el presidente François Mitterrand y el primer ministro italiano Giulio Andreotti. Los dos viejos zorros fueron los que, inmediatamente después de la caída del Muro de Berlín, obligaron al canciller alemán Helmut Kohl a fijar un calendario para la unión monetaria europea a cambio de apoyar a regañadientes la unificación, pero no quisieron aceptar la unión fiscal necesaria para que funcionara. “La historia reciente, no solo en Alemania”, dijo Kohl, un estadista bien informado, “nos enseña que es absurdo pensar que es posible mantener a largo plazo la unión económica y monetaria sin una unión política”. Qué razón tenía.

Este no fue más que uno de los pecados originales. Francia e Italia exigieron el compromiso, pero Alemania escribió casi todas las reglas con la obsesión de la lucha contra la inflación y pensadas para unas circunstancias macroeconómicas distintas. Como era, sobre todo, un proyecto político, y Francia e Italia, por definición, tenían que estar en él desde el principio, hubo una especie de efecto dominó a la inversa. Si Italia tenía que participar, entonces también debía estar España: y entonces, también Portugal; y así sucesivamente hasta llegar a Grecia, un Estado profundamente no modernizado, clientelar, que nunca debería haberse incorporado a una unión monetaria que nunca debería haberse construido —ni siquiera con un grupo más pequeño de economías más compatibles— hasta no resolver los fallos de diseño iniciales.

El viejo Kohl confiaba en que, como en tantas ocasiones en la Europa de posguerra, la integración económica acabara siendo el catalizador de la integración política necesaria. Pero hasta ahora no ha sido así. A medida que se han difuminado los recuerdos personales de la guerra, la ocupación y la dictadura, las poblaciones del continente —empezando por la propia Alemania— se han vuelto más pragmáticas, cínicas o decepcionadas respecto al proyecto europeo.

La solución propuesta para el llamado déficit democrático de la UE, que es dar más poder a un Parlamento elegido de forma directa, y que los grandes grupos de ese Parlamento escojan a sus candidatos a presidir la Comisión Europea, no ha servido de nada. En los últimos meses he preguntado a muchos interlocutores, sobre todo personas que votaron en las últimas elecciones, si habían querido dar conscientemente su voto a alguno de esos Spitzenkandidaten. Casi nadie dice que sí. Una cosa es la teoría y otra la práctica. Por eso, al margen de lo que nos parezca el comportamiento del primer ministro griego Alexis Tsipras, es una tontería pensar que Juncker tiene más legitimidad democrática europea que él.

La democracia europea sigue siendo de ámbito nacional, y no se puede decir que exista hoy más esfera pública europea que cuando yo empecé a viajar por el continente hace 40 años. Existe un reducido grupo de publicaciones que llegan a un pequeño público selecto de toda Europa, pero la mayoría de los ciudadanos sigue informándose a través de sus medios nacionales. Incluso aunque compartan su lengua con otro país.

Por consiguiente, no hay una sola Grecia, sino 28, dependiendo del país en el que viva cada uno. La Grecia que ven los estonios y letones no puede ser reconocible para los italianos, y mucho menos para los griegos. Tampoco hay una Alemania, sino 28, y pocos alemanes se reconocerían en la visión que dan de ellos los periódicos griegos. Los políticos locales alimentan estos relatos tan distintos cuando salen de sus cumbres de Bruselas aireando sus triunfos y culpando a otros Gobiernos y a las instituciones de cualquier concesión.

“En un pueblo sin sentimiento de hermandad, sobre todo si lee y habla en diferentes lenguas”, escribió John Stuart Mill, “no puede existir una opinión pública unida, necesaria para que funcione el gobierno representativo”. Europa ha demostrado que tenía razón. En las últimas seis semanas he estado en seis países europeos y ha sido penoso observar la ausencia de sentimiento fraternal.

Se emplea mucho el cliché de la democracia contra la tecnocracia. Por desgracia, en la eurozona tenemos lo peor de ambos mundos. Instituciones como la Comisión Europea y el FMI poseen algunos defectos (y algunas virtudes) de la tecnocracia, incluida la tendencia a aferrarse a ortodoxias económicas únicas y poco realistas. Pero entre los líderes europeos se está dando un caso de democracia contra democracia. Después del no del pasado domingo en Grecia, Tsipras celebró “la victoria de la democracia”. Sin embargo, aunque Angela Merkel no sea descendiente directa de Pericles, es una dirigente tan democrática como Tsipras, y sujeta a las mismas limitaciones de los intereses y las emociones nacionales.

Los 28 líderes que se reúnen en Bruselas este domingo, junto con los jefes de las instituciones europeas, no solo van a tener que librarse de su propia sombra. Además tendrán que vencer los inmensos obstáculos estructurales creados por sus predecesores, superar las ortodoxias de la tecnocracia y al mismo tiempo encontrar la forma de conciliar los imperativos legítimos de 28 democracias nacionales. Si fracasan, sumirán en una crisis aún más honda no solo a Grecia sino a todo el proyecto europeo. ¿Sabremos aprovechar esa crisis existencial como un kairós, la oportunidad de llevar a cabo acciones decisivas? Como europeo, espero que sí; como analista, lo dudo.

Timothy Garton Ash es profesor de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige el proyecto freespeechdebate.com project, e investigador titular en la Hoover Institution, Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos. @fromTGA
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *