Lo que importa es el amor

Los estudios lo dicen y usted lo siente. Ya le puedo contar historias sobre globalización, internet, crisis y demás zarandajas que usted está pensando en otra cosa. Está pensando en el amor, que es lo que de verdad le importa a usted y a todo el mundo, aunque algunos no lo reconozcan. Porque está enamorado o lo ha estado y lo añora o porque aún tiene la esperanza de encontrarlo algún día en un ascensor, incluso en su vejez. Y además las películas, las novelas, la publicidad y cualquier mensaje del entorno comunicativo confirman su anhelo y su frustración. Digo amor, no cariño o afecto o cualquier otro sentimiento que tenga por sus hijos, padres, amigos o animales domésticos. Tampoco me refiero a la sexualidad, porque no hay amor sin deseo pero hay deseo sin amor, entendiendo por deseo la búsqueda variopinta del orgasmo.

¿Qué es esa cosa misteriosa que nos obsesiona hasta el punto de negar la obsesión para tranquilizarnos? Siendo misterio no sabemos mucho, pero sabemos dos cosas fundamentales. El amor es fusión entre dos seres. No es coito, no es (¡absolutamente no!) matrimonio, familia o cohabitación. Es fusión mental que se traduce en todo lo demás. Porque así lo determinó la evolución de las especies. Porque sólo fusionándose se aseguraba no sólo la reproducción biológica, sino también la reproducción social, el cuidado de las criaturas, la estabilidad del grupo familiar. Sólo con el reconocimiento profundo de la una y el otro se construyó la reproducción ampliada de la especie humana. Claro que la dinámica del deseo también incluye el amor-fusión homosexual. Pero el despliegue de esa forma de amor ha tenido que esperar no sólo a la evolución cultural, sino a la evolución científica que desliga tendencialmente heterosexualidad y reproducción biológica. Amor es fusión. Es dejar de ser yo para ser nosotros. La historia de la literatura está sembrada con esta narrativa.

El problema deriva de la segunda cosa que sabemos científicamente. Y es que el yo no es fusionable. Es siempre yo. Lo intuíamos, pero ahora lo sabremos en unos pocos meses cuando se publique el nuevo libro de Antonio Damasio sobre la construcción del yo en el cerebro, cuyo contenido no revelo porque el descubrimiento es suyo. Sabíamos ya dónde está localizado el yo en el cerebro. Pero el funcionamiento de esa zona es específico en cada individuo. Por eso soy yo y no otro. Y ahí está la contradicción. Amor es fusión. Pero en realidad de quien estamos enamorados es de nosotros mismos. Y la fusión consiste en que el otro o la otra se fusionen conmigo. Y como cada uno quiere lo mismo, ahí empiezan los problemas.

La evolución biológica y cultural a lo largo de la historia resolvió el problema decidiendo que el ser físicamente más fuerte (el hombre), que podía proteger al ente fusionado de los peligros del entorno, fusionara a la otra. Así se constituye la familia patriarcal, la institución más longeva de la humanidad que ha llegado hasta nuestros días: la autoridad del hombre sobre la mujer y los hijos e hijas en la familia, en la cultura, en las instituciones y, por si acaso, en la ley divina.

Pero resulta que el cerebro también alumbra la conciencia en su interacción con la sociedad. Y que la historia quiso que las mujeres, primero unas pocas de ellas (pobres brujas) y luego masivamente en las cuatro últimas décadas, decidieran por sí mismas que su yo valía tanto como el del otro. Les costó sangre, sudor, lágrimas y Prozac, pero hoy en día las nuevas generaciones ni entienden eso de que el que tiene derecho de pernada es el macho. Por eso Marina Subirats y yo titulamos el libro que publicamos hace no mucho Mujeres y hombres: ¿un amor imposible?

Porque si ya no hay base cultural para la fusión en sentido único (masculino) y por otro lado los hombres somos como somos (pobrecitos, no es culpa nuestra, nos hizo la evolución), pues no hay fórmula amorosa igualitaria posible. Puede haber contrato de convivencia atado y bien atado, pero no fusión, porque esto requeriría ni más ni menos que el rebobinaje del proceso mental para que dos seres acepten ser uno hecho de dos a partes iguales. Marina y yo coincidimos en el análisis sobre el patriarcado, la insurrección de masa de las mujeres y demás temas clásicos del feminismo. Pero diferimos en el diagnóstico.

No hablaré por ella porque es lo que suelen hacer los hombres con las mujeres. Sólo diré que piensa que podrá haber amor el día en que cambien los hombres. Y yo digo que no tenemos ningún interés objetivo para cambiar. Porque no estamos enamorados de una mujer ni de varias. Estamos enamorados de nosotros mismos y lo que necesitamos son espejos para reflejarnos en ellos. Claro que si no nos dejan aceptamos un contrato de coexistencia pacífica, fundamentalmente para tener acceso fácil a la sexualidad. Aunque la sociedad masculina hace siglos que diferenció entre la fusión postamorosa (familia) y la sexualidad (prostitución).

Lo nuevo es que las mujeres pueden también acceder a este modelo o a cualquier otro. Pero la fusión simétrica, o sea, el amor sin dominación, exige un desarme bilateral y simultáneo. ¿Utopía? ¿Quimera? En realidad, ese sueño vive en nosotros. Porque incluso el desamor es lamento de amor. Y todo lo que vive en los humanos tiene el potencial de llegar a ser. A condición de partir del yo y de que nadie se niegue en esa fusión que no es un nuevo ente, sino dos yos en constante interacción. O sea, que a lo mejor Marina tiene razón. Pero los modelos que llevamos dentro no nos sirven. Si usted aún busca el amor (incluso con la persona que tiene al lado y a quien nunca realmente miró más allá de usted), busque su reflejo en el espejo de la otra persona para, tal vez, volverse a enamorar.

De usted mismo.

Manuel Castells