Lo que la actualidad esconde

Creando un efectivo titular, decía el poeta Luis García Montero en una entrevista concedida recientemente a este diario que «vivimos la realidad en titulares». Efectivamente, nadie puede negar que el diluvio de noticias que nos invade en los diferentes medios nos impide profundizar en el sentido de los acontecimientos, a comprender cada noticia que nos interesa, a ponderar sus posibles implicaciones. Y yo me atrevería a decir aún más: este diluvio de la rabiosa actualidad, de los titulares impactantes, de las declaraciones provocativas de las personalidades, de las imágenes a veces deslumbrantes y a veces horripilantes, es un espeso muro que nos esconde los acontecimientos realmente decisivos.

Tras este diluvio de noticias cotidianas se esconde, en primer lugar, toda una revolución conceptual que está suponiendo un cambio profundo en los mismos fundamentos de la cultura y del devenir humano. Por ejemplo, al no hay nada nuevo bajo el sol hace tiempo que se impuso la idea de que todo se renueva continuamente. El cambio de la naturaleza está tanto en el centro de la teoría de la evolución biológica, enunciada en 1859 por Darwin y Wallace, como en la teoría de la evolución estelar desarrollada por varios astrofísicos, entre los que cabe destacar al gran Eddington, en la primera mitad del siglo XX. Todo cambia y evoluciona tanto en los seres vivos como, a mucha mayor escala, en el Universo. Los seres vivos siguen un proceso de mutación y deriva genéticas y de selección natural; así la vida evolucionó, y sigue evolucionando, de seres unicelulares a una gran diversidad de seres extremadamente complejos. Por otra parte, el hidrógeno se transforma en elementos más pesados en el interior de las estrellas determinando su evolución y conduciéndolas a la muerte cuando agotan su combustible. Según va cambiando la composición química del medio interestelar, se crean nuevas estrellas de características diferentes a las primeras. Además, el Universo se expande de manera acelerada, haciéndose más grande y más diluido. Todos estos cambios, que conllevan un incremento progresivo de la complejidad, son considerados como irreversibles por la ciencia actual. A la máxima del Eclesiastés se ha impuesto la de Heráclito: «Nada es permanente salvo el cambio».

Lo que la actualidad escondeTras la actualidad cotidiana se esconde el desarrollo de la capacidad tecnológica de la humanidad para imprimir, ella misma, enormes cambios en la naturaleza con un alcance global. Repetidamente oímos que el hombre tiene hoy capacidad, gracias en particular a las armas nucleares, para destruir el planeta varias veces. Pero, aun sin promover cambios tan drásticos, la humanidad puede modificar decisivamente su entorno. Gracias a la ingeniería genética es posible manipular y transferir el ADN de un organismo a otro, lo que permite crear microorganismos nuevos, desarrollar nuevas razas de animales, e incluso clonar organismos desarrollados. Además, la capacidad del ser humano para cambiar el entorno queda manifiesta en el impacto ocasionado sobre el medio ambiente. Lo que empezamos a constatar ahora es que muchos de estos cambios pueden ser tan irreversibles como los cambios naturales mencionados más arriba, y que es muy posible que la ciencia no tenga la capacidad de resolver algunos de los desequilibrios ya creados.

La actualidad nos habla de películas de ciencia ficción en las que la humanidad emigra a otros planetas o entabla comunicación con otras civilizaciones. Pero, aunque parezca plausible que no estemos solos en el Universo, la verdad es que nuestro planeta está muy aislado, muy lejos de otros sistemas planetarios y, por lo tanto, necesariamente, inmensamente lejos de otras civilizaciones, si es que existen. El límite impuesto por la velocidad de la luz hace irrealizables los viajes a otros sistemas planetarios quizás para siempre y, muy posiblemente, durante muchos siglos. Lo que la actualidad esconde es que vivimos encadenados al planeta Tierra y que éste es nuestro único hogar posible, nuestro destino definitivo.

La actualidad con sus innumerables noticias fragmentarias es un puzle de piezas revueltas en el que resulta imposible vislumbrar una imagen coherente de conjunto. Los episodios puntuales que se nos relatan un día cualquiera incluyen unas declaraciones de un político sobre otro ultimátum a Grecia, unas imágenes de sirios desesperados que huyen del conflicto entre kurdos y el Estado Islámico, la captura de un líder de Al Qaeda en el Magreb, etcétera. Todo este caleidoscopio en el que las imágenes, a base de ser cada vez más cruentas y extremas, pierden su significado, se interpone frente a nuestra comprensión de una realidad geopolítica global en la que los desequilibrios entre estados se hacen cada vez más acusados a nivel planetario, con miles de millones de seres humanos que apenas tienen para sobrevivir en grandes áreas del planeta, mientras la quinta parte de la humanidad disfrutamos de buenos medios de vida basados en un consumo creciente. Tales desequilibrios son fuentes potenciales de conflictos a escala global que pueden conllevar enormes costos humanos. Y muchos de estos cambios también pueden ser irreversibles.

Los desequilibrios también suceden a escala local. Hace tan solo unas décadas, uno de los sueños que alimentábamos muchos de nosotros consistía en alcanzar un estado de desarrollo tecnológico en el que gran parte del trabajo mecánico y repetitivo fuese ejecutado por máquinas. Debería ser una bendición eliminar tales tareas a las personas para que se pudiesen dedicar a otras labores más creativas, más humanas. Este objetivo se ha visto alcanzado, al menos parcialmente, y hoy con muchísima menos mano de obra somos capaces de producir muchos más bienes que en el pasado. Pero sorprendente, y desgraciadamente, lo que debería ser motivo de dicha es una fuente de miseria para numerosas personas que no encuentran un puesto de trabajo con el que ganarse la vida. Este desequilibrio resulta de una sociedad aberrante que está basada en muy gran medida en los grandes intereses económicos (Sí, es la economía, imbécil) de grupos transnacionales de negocio que, a su vez, tratan de fundamentar sus beneficios en un crecimiento galopante del consumo dentro de cada uno de los países más favorecidos. Lo cual resulta absurdo a largo plazo, pues cuando los consideramos a nivel global, los recursos son limitados y el consumo no puede crecer de manera infinita.

La actualidad no nos deja ver que necesitamos un proyecto global, para la humanidad en su conjunto, un auténtico plan estratégico que, huyendo del laissez faire, nos permita controlar esos cambios que somos capaces de imprimir en el planeta. La cotidianeidad nos impide considerar que además de exigir a nuestros gobiernos democráticos que se ocupen de asegurar la justicia social y de llevar a buen término el cuidado del bien público y las finanzas en sus cuatro años de mandato, también debemos pedirles que se ocupen de los retos con los que se enfrenta la humanidad a más largo plazo.

Lo que la actualidad esconde es la desconcertante fragilidad de nuestra civilización. Una fragilidad que sólo puede combatirse mediante estructuras de planificación y deliberación construidas a escala verdaderamente global y que estén dotadas, por los estados individuales, con los medios precisos para llevar a cabo sus determinaciones. La civilización en que vivimos sólo puede reforzarse huyendo de la barbarie, logrando un crecimiento sostenible que vaya verdaderamente encaminado hacia un futuro mejor a corto, medio y largo plazo de todos los seres humanos. La sociedad debe emplear y encaminar su conocimiento científico que, como hemos visto, es hoy capaz de transformar el mundo hacia un desarrollo armonioso, equilibrado y sostenible más basado en la solidaridad que en la competición.

Y en todo este proceso, Europa con su tradición humanista (aunque salpicada con numerosos y vergonzosos episodios bélicos), con su potencial científico-tecnológico, y con las habilidades de negociación desarrolladas en la construcción de la Comunidad Europea, puede y debe jugar un papel clave. En Europa debemos ser capaces de tomar nuestro futuro en nuestras manos, controlar las modificaciones que imprimamos en este mundo siempre cambiante, sin limitarnos a los acontecimientos y objetivos cortoplacistas. En palabras del pensador Peter Drucker, «la mejor manera de predecir el futuro es crearlo». Para crear ese futuro, asomémonos por encima del espeso muro de esta actualidad dominada por efímeras noticias y atrevámonos a mirar de frente lo que allí se esconde.

Rafael Bachiller es astrónomo, director del Observatorio Astronómico Nacional (IGN)y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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