Lo que la dictadura brasileña le hizo a mi familia

El autor y su padre, Rubens Paiva, alrededor de 1969, en Leblon, Río de Janeiro
El autor y su padre, Rubens Paiva, alrededor de 1969, en Leblon, Río de Janeiro

Jair Bolsonaro, un populista de ultraderecha, fue elegido presidente el domingo. Mientras procesaba esta nueva realidad, miré por la ventana y vi cómo los fuegos artificiales para celebrarlo iluminaban el cielo nocturno. En la distancia, distinguí a uno de los partidarios de Bolsonaro con una pancarta que decía: “Ustra vive”.

Fue un recordatorio escalofriante de nuestro pasado. De 1970 a 1974, Carlos Alberto Brilhante Ustra fue el director del DOI-CODI, la agencia de inteligencia responsable de eliminar a los detractores durante el gobierno militar. Él supervisaba la tortura de los disidentes políticos mientras estaban detenidos por la policía secreta.

El ascenso de Bolsonaro ha sido provocado por el enojo y el desencanto de la gente, derivados de una investigación sobre corrupción que ha puesto al país de cabeza, un altísimo índice de homicidios y una economía tambaleante. A muchos no les importó que su retórica incendiaria denigrara a las mujeres, los homosexuales, los negros y a los indígenas, ni que hablara con benevolencia de la tortura o de las dictaduras. De hecho, alrededor del 43 por ciento de la población está a favor de la intervención del ejército en la política. Creo que los brasileños han olvidado lo que significa ser gobernados a punta de pistola.

Mi padre fue socialista y congresista por el estado de São Paulo. La junta militar revocó su mandato después del golpe de Estado de 1964, por lo que regresó a trabajar como ingeniero civil. Cuando lo arrestaron, junto con mi madre y mi hermana, yo tenía 11 años. Era una mañana soleada de 1971 en Río de Janeiro, y estábamos alistándonos para ir a la playa de Leblon, que estaba cruzando la calle de nuestra casa. De pronto, seis hombres armados vestidos de civiles entraron a la cocina por la puerta trasera apuntando con ametralladoras. Había otros hombres afuera rodeando la casa.

El gobierno había interceptado cartas y documentos de organizaciones izquierdistas que algunos disidentes habían enviado a mi padre desde Chile. La junta pensaba que mi padre estaba involucrado en la distribución de información por correo a los exiliados en Brasil y fuera del país. Cuando los hombres armados irrumpieron en la cocina ese día de 1971, mis padres tenían su traje de baño puesto. Mientras todos nos quedamos sentados en el sillón de la sala, llevaron a mi padre al piso de arriba para que se vistiera. Le dijeron que los agentes que estaban afuera se lo llevarían para que diera su testimonio. Nunca más volvimos a verlo.

Los seis hombres se quedaron con nosotros durante las siguientes veinticuatro horas. Luego se llevaron a mi madre, Eunice, y a mi hermana Eliana, quien en ese entonces tenía 15 años, a las instalaciones del DOI-CODI en Río de Janeiro, dentro de los cuarteles del ejército en la calle Barão de Mesquita. Nos dejaron solos a mí y a mis otras dos hermanas, Ana Lucia, de 13 años, y Beatriz, de 10.

Mi hermana y mi madre fueron acosadas e intimidadas. Estuvieron sentadas y encapuchadas durante veinticuatro horas sin agua ni comida. La canción “Jesus Cristo” de Roberto Carlos, que sonaba a todo volumen en un altavoz, apagaba los gritos de un hombre que estaba siendo torturado, muy probablemente mi padre. Mi hermana fue liberada al día siguiente. Pero mi madre estuvo doce días en una celda oscura, con la misma ropa que llevaba el día de su arresto. En la noche, la despertaban los guardias a gritos y la obligaban a ver fotografías de mujeres y hombres buscados. Gracias, ejército, por no matarla.

A lo largo de los años, escuchamos rumores de lo que había sucedido con mi padre —que lo habían matado mientras lo torturaban, que habían cortado su cuerpo en pedazos—. Pero no fue sino hasta 2014, cuando militares retirados que presenciaron su tortura testificaron ante el fiscal general, que tuvimos un informe oficial de lo que ocurrió.

Lo llevaron al DOI-CODI en Río de Janeiro, donde fue torturado. Murió menos de 48 horas después de su arresto. El fiscal dijo que la intención del ejército era “infligir un gran sufrimiento físico y mental para intimidarlo y obtener información sobre los destinatarios de las cartas y los documentos que le enviaban”. Un antiguo coronel del ejército, Paulo Malhães, admitió que en 1973 recibió una orden del ejército para desenterrar y deshacerse de los restos de mi padre. Nunca sabremos lo que hizo con ellos. Yo nunca entendí por qué arrestaron también a mi hermana y a mi madre. ¿Para torturarlas si él no hablaba?

Después de que terminó la dictadura en 1988, se aprobó una nueva constitución brasileña, conocida como la Constitución de los Ciudadanos. Otorgaba derechos territoriales a los pueblos indígenas y a los quilombolas, que son los descendientes de los esclavos afrobrasileños. También ampliaba la protección a otras minorías y condenaba los “prejuicios de origen, raza, sexo, color, edad y cualquier otra forma de discriminación”. Pero parece que ahora Brasil se dispone a regresar a su pasado oscuro.

En vísperas de estas elecciones, hubo un aumento de la violencia y la homofobia provocado por las ideas misóginas, racistas, anti-LGBT y antidemocráticas de Bolsonaro. La Asociación Brasileña de Periodismo de Investigación registró más de 130 casos de violencia contra periodistas en 2018. Por toda la ciudad han pintado esvásticas. Grindr, la aplicación de redes sociales para homosexuales más grande del mundo, envió un mensaje a los usuarios brasileños: “Después de las recientes elecciones, miembros de la comunidad de Grindr plantearon inquietudes acerca de un mayor riesgo de violencia. Toma las medidas necesarias para mantenerte a salvo esta semana”.

La dictadura nos enseñó la importancia de la democracia, la tolerancia y el Estado de derecho. Los brasileños no deben dejarse engañar: Bolsonaro no es el salvador que nuestro país necesita. Creí que la vida de mi padre y el sufrimiento de mi familia y de muchas otras había sido un capítulo esencial para ayudar a Brasil a que reflexionara y evolucionara. Nunca imaginamos que nuestra lucha y nuestro dolor fueran infructuosas, ni que nuestra lucha por el derecho al voto se usaría para retroceder. Recen por nosotros.

Marcelo Paiva es escritor y columnista del periódico O Estado de S. Paulo.

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