Lo que les saca de quicio de Ayuso

Lo que les saca de quicio de Ayuso

En una de sus crónicas sobre «el advenimiento de la II República», Josep Pla refiere el encuentro (en realidad, choque) de José Ortega y Gasset con Alfonso XIII en una casa principal del País Vasco y en el que el monarca aprovechó para interesarse sobre qué disciplina académica impartía el insigne catedrático. Al responderle «de metafísica, Señor», el Rey gastó una broma que éste encajó mal: «Eso debe de ser muy complicado». El escritor del Ampurdán elevó la anécdota a categoría al colegir que el encontronazo determinó que el pensador se pasara al campo republicano del que luego abjuraría al no ser «la niña bonita» del alumbramiento.

Tras romper amarras con su explosivo «¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! Delenda est Monarchia», Ortega entonó parejo réquiem por el nuevo régimen por su descontrol del orden público, con quema de iglesias y conventos. A este propósito, hay que confiar que no fuera éste el «vinculo luminoso» del que habló Pedro Sánchez en su vindicación republicana de este 14 de abril en las Cortes. Pero cualquier cosa es posible cuando se erosiona, por ejemplo, la independencia judicial hasta merecer la reprobación europea y se da trato de papel higiénico a las páginas del BOE con la firma del Rey debajo de leyes que evacuan fobias y sectarismo contra el adversario. Como el pedestre preámbulo de la ley orgánica que suprime las penas a los piquetes sindicales publicada este viernes en la Gaceta del Estado. Cual pasquín panfletario y totalitario, el redactado de la norma acusa al primer partido de la oposición de emprender, desde que accedió al poder en 2011, «un proceso constante y sistemático de desmantelamiento de las libertades».

Ante esta muestra de «la política de lo peor» del Gobierno socialcomunista que mueve a una preocupación creciente en las cancillerías europeas, cabe preguntarse qué van a dejar para los mítines. Ortega habría repetido aquella frase tan premonitoria y que ahora se revela proverbial: «¡No es esto, no es esto!». En su decepción y desencanto, el adalid de la «nueva política» –con el aporte de otros intelectuales del fuste de la Agrupación al Servicio de la República– abandonó su escaño para no ir de la Metafísica a la Sofística como el también filósofo y hoy cartel del PSOE a la Presidencia de Madrid, Ángel Gabilondo, otro ejemplo preclaro de cómo Sánchez pudre lo que toca o se le acerca.

A base de rectificarse a sí mismo un día sí y el siguiente también ha devenido de metafísico docente a sofista practicante que oscila entre muñeco de guiñol de Sánchez y pelele de un desahuciado Iglesias, quien desde la noche del miércoles le dicta lo que debe hacer para merecerlo al haberse puesto en sus manos de la forma lastimosa y lastimera en la que lo hizo en el debate televisivo de los seis candidatos a la Comunidad. Bregando consigo mismo y con sus innúmeras contradicciones, mientras parecía dormitar apoyado en el atril para no desplomarse cual púgil noqueado que besa la lona, Gabilondo recordaba el sueño metafísico de quien soñó ser una mariposa y, al despertar, no sabía bien si era un hombre que había soñado ser mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre. Así, un autodefinido «soso, serio y formal», pero privado ya de los dos últimos atributos por su incoherencia, sólo se despertó dos veces para alivio de una inquieta audiencia que no avizoraba signos suficientes de vida en quien semejaba ser un holograma en muchos lances.

El primer respingo de su larga cabezada lo pegó para proclamar sin venir a cuento: «¡Yo no soy Sánchez!». Una aparente tautología que encierra una verdad más cierta: caso de gobernar, trasplantará a Madrid la política de quien le marca la campaña desde La Moncloa y le ha hecho la lista de arriba abajo, incluyendo quien le remplazará, pese a semanas negándolo para pescar en el caladero de indecisos que votaron a Ciudadanos hace dos años. Ante su volteo de campana, debiera escribir bajo su foto electoral lo que el poeta galo Gérard de Nerval anotó al pie de un retrato suyo: «Yo soy el otro».

Como prueba fehaciente de que ya es «el otro», o sea Sánchez, en su segunda sacudida en su duermevela, creyendo tal vez estar al otro lado de la pantalla sentado en su cuarto de estar, Gabilondo reparó en la nota puesta por los asesores en el intermedio. Tras repetir monocorde por donde se asomaba que, «con este Iglesias, no» –con escaso éxito, ésa es la verdad, dado el precedente de Sánchez repudiando el «gobierno del insomnio» para concluir en el catre juntos– le encarecía leyendo como un misal la nueva directriz: «Pablo, querido Pablo, tenemos 12 días para ganar las elecciones». No se conoce caso semejante de quien incumple sus promesas sin llegar al escrutinio.

Advirtiendo que Gabilondo salía del debate peor librado de lo que entró, la factoría de La Moncloa le ordenó tirar de la anilla del chaleco salvavidas sin esperar a divulgar la encuesta flash del CIS amalgamada para sembrar la esperanza en la izquierda y avivar su movilización. Si ya era apreciable el fracaso de aparentar moderación para atraerse a los ex votantes indecisos de Cs, siguiendo la estela de Sánchez de encender el piloto para girar a la derecha y luego irse a la izquierda como maniobró para atropellar a Albert Rivera, una parte chasqueada del electorado socialista ponía rumbo a Más Madrid. Su candidata, Mónica García, se beneficiaba de la novedad frente a un desacreditado Netflix Iglesias y su hartón de series en su casoplón de Galapagar desentendido como vicepresidente del COVID.

Junto a estos votantes socialistas huidos están también los que engrosan la abstención o aquellos otros, desprejuiciados, que muestran la papeleta de Ayuso. Figuran, entre estos, apellidos reconocibles del PSOE, como Leguina o Redondo Terreros, al lado de intelectuales de la izquierda beligerante con ETA como Fernando Savater, perplejo de cómo el antaño grande Marlaska se vale del brazo político de la banda terrorista para soslayar su reprobación o como dicta la suerte de la mayoría Sáncheztein.

A la conducta errática de Gabilondo, al que La Moncloa ha mantenido al no disponer de tiempo para removerlo, dada la audaz reacción de la presidenta de la Comunidad de anticiparse a una eventual moción de censura de Cs y el PSOE como en Murcia, se une el desgaste de Sánchez entre los votantes socialistas, como se observa escudriñando las tripas del último sondeo del CIS. En ese brete, el PSOE tira de manual de emergencias para amortiguar el fiasco cosechado en el debate en el que el bloque de izquierdas no sacó de sus casillas a Ayuso ni logró arrinconarla en el ring.

Así, para amortiguar un eventual triunfo del centroderecha, sin descartar que suene la flauta, el PSOE retorna al «nos conviene que haya más tensión» de Zapatero en 2008, según registró un indiscreto micrófono al término de su entrevista con Iñaki Gabilondo. Como si entre Gabilondos anduviera el juego, el hoy candidato del PSOE aparca su aire frailuno y recupera las dotes de cuando repartía tortas como panes entre los alumnos de los Corazonistas de Vitoria. Iñaki Gil, corresponsal de EL MUNDO en París, no olvida la leche que le soltó Cromañón Gabilondo. Aún hoy, como un acto reflejo, se lleva la mano a la mejilla ayer dolorida.

Es lo que acostumbra el PSOE cuando las cosas vienen mal dadas y ha de toparse con unas encuestas a las que darles la vuelta «como sea». En esa tesitura, aviva la tensión y azuza la discordia volando los puentes de tránsito de votantes a otras formaciones, así como agita al átono electorado que acrecienta la abstención. A este fin, tremola la bandera del voto del miedo vociferando: «¡Qué viene la ultraderecha!». Para este menester, Sánchez e Iglesias se necesitan asistidos por Iván Redondo, el valido presidencial, quien le confesó al líder podemita cuando lo invitó a La Tuerka antes de enrolarse con Sánchez que, en una situación comprometida para su asesorado, no dudaría en inventar un percance.

En un momento de gran descrédito de Iglesias, pese a la complicidad de ciertos medios en debates-encerrona contra el centroderecha como el de la Ser en el que Ayuso hizo bien en no caer en una trampa que se veía a la legua, el vicepresidente por unos meses hasta que se aburrió del coñazo de gobernar busca pescar en aguas revueltas porque en aguas claras no se le percibe por lo que dice ser, sino por lo que es. Quien promueve, jalea y justifica el sabotaje de mítines rivales, no puede exigir a los demás lo que él no condena, sino alienta. Mucho menos llegar a la impostura de pretender erigirse en Petronio de las elegancias democráticas.

En manos tan desaprensivas, España periclitará como democracia sin demócratas como la «República sin republicanos» de la que Ortega se alejó como otros exiliados primero en su propio país y luego fuera de él. Más cuando «cráneos privilegiados», como el apreciado Muñoz Molina, después de combatir a secesionistas y bilduetarras por denostar la democracia española como si fuera «Francoland» al cabo de 45 años de la muerte del dictador, descubren hoy que llevan viviendo «26 años infernales» en Madrid. Cualquiera lo diría. Como denunciaba Orwell, muchos colegas despreciaban con ardor a Churchill como admiraban con primor al sanguinario Stalin. Son los mismos que Martin Amis retrata, empezando por su padre, en su certero Koba, el Temible.

En América, existe el dicho de que «quien se quema con leche, llora cuando ve a la vaca». Habrá que ver, si mirando a La Moncloa, el electorado madrileño se apercibe y evita encomendarse a quienes infligen daños profundos a la democracia y al bienestar. Desgraciadamente, atendiendo al manifiesto liberticida de esos intelectuales orgánicos de la izquierda, se abunda en la apreciación del gran hispanista Raymond Carr de que, probablemente, no exista nación alguna en el que la mitología de la izquierda haya pasado tan fácilmente a ser considerada verdad histórica como en España. Con la complicidad –hay que subrayarlo– de una derecha que interioriza esa desfiguración al renunciar a dar la batalla de las ideas y consentir implícitamente una superioridad moral –más bien doblez– que no se justifica.

No es la circunstancia, desde luego, de Ayuso, a la que sus enemigos odian por sus virtudes, no por sus defectos. Ello saca irremisiblemente de quicio a quienes, a su vez, tratarán de hacer lo propio con ella en estos días límite de campaña. A la presidenta madrileña, con sus yerros y aciertos, hay que juzgarla por los enemigos que tiene y que honran una trayectoria jalonada por una meritoria lucha contra el COVID sin comprometer irreversiblemente la libertad y el bienestar de sus conciudadanos. Por cosas tan principales y primordiales, Madrid, cual rompeolas de España, marcará el designio de esta piel de toro el 4 de mayo frente a quienes conciben la política, como sintetizó Borges con su mirada ciega puesta en Argentina, para «conspirar, mentir e imponerse».

Francisco Rosell, director de El Mundo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *